viernes, 31 de enero de 2014

Conversaciones cruzadas

En este caso la coincidencia es temporal y se hace difícil determinar el nivel de prioridad, así que Diego y Lara han de desdoblarse para atender al teléfono y abrir la puerta al mismo tiempo. Contra toda lógica, ambos equivocan su función, pero la urgencia no les deja rectificar, y deciden ir improvisando. La casa sigue inmersa en su estricto y habitual estatismo, pero a la vez todo está patas arriba.
 
—Diego al habla. ¿Quién es? —dice Lara.

—¡Buenos días! —se oye desde otro lado, es decir, desde fuera de la casa—. Mi nombre es Julio y le llamo de parte de Telefónica para ofrecerle…

—Lo siento, no nos interesa.

—Pero solo le llevará unos minutos… —insiste Julio.

«Un momento», piensa Lara, «si yo ahora soy Diego debería actuar como él, y él nunca desperdiciaría una situación como esta».

—De acuerdo —cede Lara—. Tiene toda mi atención.

—¡Hola! ¿Qué tal? —dice Diego después de abrir la puerta—. Soy Lara.

—¡Hola! He venido por lo del anuncio —un señor normal en el umbral avanza la mano—. Me llamo…

«Un momento», piensa Diego, «si soy Lara no puedo ser tan confiada…».

—En el anuncio —le corta Diego— ponía claramente que no queremos fumadores.

—Bien —responde el señor mientras retira la mano al ver que su gesto ha sido inútil—. Por eso estoy aquí. Yo no fumo.

—Ah. Bueno. Si ha leído el anuncio sabrá entonces que no queremos mascotas.

—¿Acaso ve alguna mascota aquí?

—Bien, Diego. Verá, aquí en Telefónica hemos empezado el año queriendo premiar a nuestros clientes más fieles. ¿Usted tiene el móvil contratado con Movistar?

—No.

—Pues por un pequeño aumento en su factura de teléfono, usted podrá disfrutar de un estupendo móvil de última generación con tarifa plana, ¿qué le parece?

—Verá, Julio —empieza Lara como se supone que empieza Diego a hacer estas cosas—, se llamaba Julio, ¿verdad?

—Sí, así es.

—Verá, Julio, yo ni siquiera soy de Madrid. Provengo de un pueblo de Castellón llamado La Vall d'Uixó… ¿He dicho «pueblo»? No, no quisiera mentirle. En realidad La Vall d'Uixó tiene 32.000 habitantes aproximadamente, así que no es propio hablar de un pueblo, sino más bien de una ciudad…

—Tampoco queremos erasmus —sigue poniendo «peros» Diego a la manera de Lara.

—¿Cómo voy a ser yo un erasmus —responde el señor en el umbral, un tanto mosqueado ya— con la edad que tengo?

—Bueno, que yo sepa los requisitos para estar becado no incluyen ser joven…—«frena, Lara», piensa Diego, «que te estás dieguificando»—. Bueno, da igual, la cuestión es que pedimos dos meses de fianza. ¿Está usted dispuesto a pagarlos?

El señor normal, ya hasta con ganas de irse, responde:

—Si me gusta el piso, sí, claro. ¿Podría entrar a verlo?

—¿Qué? —por alguna razón, la pregunta despierta gran inquietud en Diego-Lara.

—…y si le hablase de mis padres, bueno, pues no es muy agradable la situación. No me refiero a la económica. Siempre hemos vivido con lo justo, ¿sabe? Y ahora es igual. Se trata más bien de su relación sentimental. Mis padres hace unos pocos años que no se hablan… Pero disculpe, Julio, que esto no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando.

—No se preocupe, Diego, si yo le entiendo a usted, pero la oferta es muy buena, déjeme que le cuente…

—Si es que no quiero hacerle perder el tiempo, Julio. Lo que quería decirle es que yo apenas cobro 850 al mes como indefinido, y comparto el piso con otra persona que cobra unos 500 euros como becaria. Lo malo es que el alquiler son 760 euros y antes bien, porque éramos tres… pero bueno, el anterior inquilino se fue… porque… es una historia que, si me permite, no le contaré… todavía es muy reciente.

—Claro, tranquilo, no se haga problema.

—Que si puedo entrar a ver el piso —dice el señor normal, aunque ya lo hace por cabezonería, porque no le apetece en absoluto compartirlo con esa persona que hay dentro.

—¡Por supuesto! ¿Por qué si no íbamos a poner un anuncio? —pero Diego no está nada seguro de que Lara hubiese dejado entrar en casa a un extraño así, tan rápidamente—. Por cierto, ¿cuál era su nombre?

—Me llamo Sergio.

Entonces Diego, sin mediar palabra, le da un empujón para sacarlo del umbral y cierra la puerta violentamente, pero es imposible para él saber si lo ha hecho porque así lo hubiera hecho Lara o si aquella reacción ha venido de su propio pánico.

—Y, como comprenderá, Julio —prosigue Lara—, nuestra situación es muy precaria, y no sabemos si podemos permitirnos un aumento, aunque sea pequeño, en nuestra factura…

—Sí, Diego, comprendo —le responde Julio, con un tono de voz tan distinto que ahora parece una persona, y no un teleoperador—. Yo también lo he pasado mal…

Diego entra en el comedor mientras todavía le tiemblan las piernas. Ve que la casa sigue patas arriba pese a su estatismo de siempre, y esto le ayuda a calmarse. Oye a Lara haciendo de él:

—No me diga, Julio. Cuénteme. Aparte de trabajar en Telefónica, tendrá una historia personal… ¿es acaso usted inmigrante?

—Madre mía —dice Diego con la energía suficiente como para ser oído por Lara, pero parecer también que habla para sí, y con un tono que en principio es de reproche, pero que viene de una sonrisa cercana a la risilla burlona y cómplice.

Después se mete en la habitación de Lara y se tumba en la cama a escuchar la conversación que está teniendo él mismo en el comedor, pero de manera que parezca que no, que no está escuchando porque tiene cosas más importantes que hacer.

El resto de textos de La casa finita, aquí.

miércoles, 8 de enero de 2014

Un sueño de mi adolescencia

Los gángsters, envueltos en sus gabardinas oscuras, me miraban fijamente. Parecían ellos los encargados de cumplir la función de fachada, inexistente en aquel edificio.

Mi amigo me miró por encima del coche con inquietud. Intenté sonreír para calmarle, pero yo también estaba asustado. Ellos no se largarían de allí. Ni siquiera se habían movido lo más mínimo desde que llegamos. Había que encontrar una solución, así que dirigí mi brazo hacia los gángsters, cerré el puño y extendí el índice y el pulgar a modo de pistola. Quise simular un disparo, pero simplemente apuntándoles con el dedo caían desplomados, como muertos. Tardé bastante en deshacerme de todos.

Sin que mi amigo y yo nos dirigiéramos una sola palabra, entramos en el edificio. En su interior tenía lugar una fiesta en la que los atuendos y la decoración parecían ideados en el siglo diecinueve. Una gran mesa cruzaba la habitación y sobre ella había una enorme lámpara de araña de la que colgaban mil cristales. Unos hablaban y otros comían. Mi amigo se separó de mí. Era una fiesta de sus compañeros de clase y debía saludarles a todos. Cuando acabó de hacerlo, lo primero que me dijo fue que la chica del otro extremo de la mesa le había enseñado el sexo sadomasoquista, pero era una buena persona. Yo asentí y me la quedé mirando. Era alta y delgada. El pelo rapado con un pequeño flequillito le daba un aspecto bastante masculino. Llevaba un traje de cuero con cadenas y clavos de acero relucientes y unos largos y finos pendientes de color azul marino.

Fue ella misma quien vino a hablarme un poco más tarde mientras yo, apoyado en la pared, sostenía un vaso de cristal.

—Yo me lo hago con un calvo —dijo.

Contesté con un «ajá» y un ligero gesto de asentimiento, pero sin querer expresar indiferencia.

—Tiene un dragón verde tatuado en lo alto de la calva —insistió.

—A mí me gusta el inspector Gadget —me sinceré.

De repente apareció en mi pensamiento un dibujo circular y borroso en cuyo centro aquella chica sonreía y mostraba una mano metálica muy simple.

Entonces le cogí la cabeza con las dos manos, la acerqué a la mía, saqué la lengua y la arrastré por su cara, dejando un rastro de saliva que iba desde la barbilla hasta la sien izquierda. La miré fijamente. Ella se alejó desconcertada y con un vaso de cristal en la mano.

Al cabo de un rato volvía a estar solo y me quedé de pie, a unos pasos de la mesa. La chica sadomasoquista apareció de nuevo, pero esta vez venía un poco avergonzada y con gran indecisión. La observé. Tuve la sensación de que había estado pensando.

—Puedes llamarme Milanesa —dijo tímidamente.

Sonreí.


Soñado y/o anotado en torno al 09-04-1997. 
El día anterior había estado estudiando para aprobar música de 2º de B.U.P. de entonces. 
Ahora mismo no estoy seguro de si la palabra «milanesa» apareció en mi cabeza por culpa de la mandolina milanesa o de la liturgia milanesa o ambrosiana.