Pero no quiero ser feliz. Quiero estar bien. Acabé convencido de esto hace unos días, cuando pasé por López de Hoyos de noche y no pude distinguir a simple vista si las ramas de los plátanos se movían o eran movidas. Fue lógico que, justo ahí, volviese a pensar en lo importante que es para mí la posibilidad frente al hecho. Quiero indagar sacando cosas fuera, como si quitase trastos de la habitación para poder barrerla o como si estuviese excavando una madriguera.
Ese hombre con la pluma en alto en la pieza de Twitchett es en realidad un lugar que espera ser habitado, porque una vocación no es unas ganas de hacer, sino unas ganas de ocupar un determinado espacio de una determinada manera. Unas ganas de viajar.
«Con lentitud, había ido abriéndose en ella algo intrincado y con mil cámaras que había que explorar con una antorcha».
El último yo es el que regresa para cuidar del resto y apagar así sus quejas, el que trata de contestar con su voz a otra voz ajena, extraña, extranjera. El último yo, por si había alguna duda, es siempre el que disuelve la presión.
Así que no me preocupa ahora no volver a soñar con ese lugar, sino volver a olvidarme de que existe y de que pertenezco a él. En su momento el deseo fue otro, pero estoy bastante convencida de que la solución ha de pasar de nuevo por una concepción espacial del problema.
Quiero entrar. Quiero estar dentro y escribir. Escribir, escribir, escribir.
Necesito viajar de nuevo.
Lectura de Orlando, de Virginia Woolf, traducido por Borges.
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