domingo, 27 de junio de 2010

Una niña en el ACMÉ

La noche en que la niña entró en el ACMÉ, Necker todavía trabajaba allí. Fue sobre la medianoche cuando apareció con un chico a un lado y una chica al otro. Él, el chico, hablaba de sí mismo, hablaba sin parar, salpicaba al hablar y, cuanto más bebía —pudo comprobarse poco después—, más salpicaba y más hablaba. Ella, la chica, miraba a un lado y a otro y procuraba estar bonita, brillar, sonreír, ser suficientemente infantil.
A Necker le resultó extraña y normal la presencia de estos tres individuos. Sirvió las copas que le pidieron como quien no las sirve y después se agachó para llenar el lavavajillas, ignorándolos, mientras todo su ser se inclinaba hacia ellos porque quería comprenderlos.
Desde el primer momento saltaba a la vista la conexión. Necker era un cuerpo que avanzaba al mismo tiempo en los dos sentidos de cualquier dirección y la niña era un cuerpo dividido en dos mitades enfrentadas de tal manera que hacían apenas posible el movimiento. Era del todo irrelevante cuál de los dos estuviera dentro o fuera de la barra.
En un momento de la noche dos guiris en minifalda pidieron sus copas y, como si la espalda de la niña no fuera en realidad la espalda de una persona y precisamente porque lo era, una de ellas deslizó sus dedos despacio por allí desde la nuca a la rabadilla, muy lentamente, como una caricia de amante a primera hora de la mañana y como quien pretende accionar un interruptor. Necker les sirvió las copas mirando a los ojos de la niña y supo así que nadie en todo el ACMÉ había comprendido que ella era en realidad una niña, porque al mismo tiempo no sólo era eso. Claro, el chico a un lado, la chica al otro y ella precisamente en medio, pensó Necker. Un puente, un espacio transitable, dos cosas a la vez y ninguna de ellas.
Excitada íntimamente por aquella caricia de una extraña —no necesitó comprobar que se trataba de una mano de mujer—, la niña se vio obligada a entrecerrar los ojos y conectó con los de Necker. En ellos se vio a sí misma dos veces y no se sorprendió demasiado por haber olvidado una vez más la ambivalencia de su identidad. Luego miró a su alrededor y pensó dejadme en paz, yo sólo quiero volar. Se detuvo. Pero en realidad no es eso. Incluso su mirada se detuvo al observar la caña que había entre su dedo índice y pulgar. ¿Qué es lo que quiero en realidad? Alzó los ojos y los hizo coincidir de nuevo con los de Necker que, como ella misma ya había intuido, estaban allí esperándola. Es sorprendente y de algún modo intrigante el hecho de que ellos dos se parecieran tanto… Se sonrieron como uno se sonríe en el espejo al verse menos ojeroso.

domingo, 13 de junio de 2010

Con las manos en los bolsillos

Pararte. Cerrar los ojos. Hacer las cosas lo mejor posible. Callarte lo malo para no contradecir la versión oficial. Que se piense de ti precisamente lo que se piensa de ti. No asegurar porque ya está bien de convicciones. Nada que adivinar. Abrir los ojos y que el deseo te agarre del cuello desde un semáforo en Las Ventas —sí, fue una mano larga de agujitas lo que se cerró en torno a tu cuello entonces—. La mirada embellecida por una fachada y la luz que en ella rebota. La atmósfera limpia porque acaba de llover. Volver a cerrar los ojos. Que al fin y al cabo tengas razón. Que después de todo no se trate de comentar a dúo el mundo, de conseguir, de estar… Claramente, no tener tampoco la razón en eso. Abrir los ojos. Seguir.

domingo, 6 de junio de 2010

Aparecer en los sueños de los demás

Él no tiene la mano encima de nadie ni quiere tenerla. No sabe tener la mano encima de nadie ni quiere saberlo. Él sólo mira con sus ojos enrojecidos y espera indefinidamente. Es alguien que espera. Levantarse mañana a las siete y ahora estar aquí, conmigo, explicándome que ellos le habían dicho que nunca volvería a caminar. En un sitio tan pequeño. Marlboro. Coger el cubata con sus dedos con sus uñas. Levantarse todos los días. La camarera le conoce por su nombre. Da igual si es Navidad o Pascua. Él no tiene nada que hacer cuando no tiene nada que hacer. «Yo no vuelvo a cerrar el bar». Pero, aunque le dijeron que no volvería a caminar, no hizo caso. «Y cogí las muletas y todo el pueblo arriba y abajo, iba del Carbonaire a San José, y la gente diciéndome que me llevaba, parando el coche, que subiera, xa, home, puja! Y yo que no, que lo hacía, aunque no pudiera, porque quería». Muerde el limón de su cubata. Si te tienes que levantar, si quieres levantarte… Anoche, me dice al oído, soñó conmigo. En su lecho de muerte rechazaba la extremaunción. «¿Para qué quiero yo un cura? A mí que me traigan al Fran. Tengo que ver al Fran». Me moja la oreja. Alguien me buscaba y yo dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo para acudir mientras el cura, molesto, esperaba fuera sentado en una silla cerca de la puerta. «Fran, me decía, que todavía no has escrito el libro del bar, de la historia del bar. Siéntate aquí, que te lo tengo que contar todo». Noto la calidez de su aliento, el ron de su cubata. Como si fuera su amante. Como si me hubiera estado esperando a mí también. Y yo en su sueño me sentaba, claro, para que él pudiera empezar el relato de la historia del bar, que en realidad era su propia historia. Y ahora estoy escuchándole sinceramente. Haciendo que su interior tenga eco dentro de otro interior. «Yo sé que tú lo harás». Estremeciéndome por sus palabras.