domingo, 28 de noviembre de 2010

Epistemología #2

Ahora es domingo y soy una niña que acompaña a su padre a recoger espárragos porque ha llovido. Estoy emocionada, pero nerviosa.

Me alejo un poco para buscar por mi cuenta. Mi intención es encontrar uno de esos tallos tiernos que buscamos y mostrárselo a mi padre de manera que pueda estar orgullosa de mí a través de él.

La tierra está ligeramente embarrada y debo tener cuidado para no resbalar.

De repente veo una esparraguera y me acerco todo lo rápido que puedo. Me fijo bien y sí, justo en medio de ella hay un espárrago verde y grácil, finísimo. Por fin lo he encontrado. Ahora sólo tengo que poner en práctica lo que me dijo mi padre en el coche mientras veníamos aquí: ir doblando el tallo desde la base hacia arriba hasta que él mismo se rompa para diferenciar la parte tierna y quedarme sólo con ella.

Extiendo la mano, pero las espinas hacen que no quiera seguir haciéndolo. Entonces se me ocurre apartar la esparraguera con el pie. Lo intento y lo consigo sólo en parte. Apenas he podido separar el espárrago del resto de la planta. Decido volverlo a intentar, pero al hacerlo me doy cuenta de que no he mejorado la situación. Lo duro y lo tierno siguen formando parte de la misma cosa.

Podría decirle a mi padre lo que he encontrado, pedirle ayuda. Pero no. No es eso lo que quiero. Quiero llevarle yo misma mi pequeño descubrimiento.

Vuelvo a extender la mano y me duele, pero persisto y alcanzo el espárrago. Para cortarlo voy a sentir más dolor, pero hago justo todo lo que me dijo mi padre, y lo hago lo mejor que puedo, pese a que me hace daño.

La sensación me disgusta, quisiera evitarla, pero no puedo deducir de ella que mi mano no deba seguir extendida. Hay otras cosas en juego.

De repente el tallo se rompe, retiro rápido la mano y descubro que una sensación desagradable no implica que la acción que la genera deba evitarse. De otro modo: cualquier sensación es una verdad, una sobre la cual es posible construir todo tipo de discursos lógicos que no son necesariamente ciertos.

*

Si alguien come, por ejemplo, un crep relleno de dulce de leche y entrecierra los ojitos y deja por un momento de escuchar su alrededor y de sentir el frío polar que hace en esa terracita de Fuencarral con estufas —setas— que ofrecen un alivio mínimo, pero de agradecer; si justo después su pareja le pregunta «¿está bueno?», él responderá «sí». Pero ese monosílabo estará muy lejos de la verdad, que es la sensación que lo originó.

Sin embargo, la pareja que tiene al lado sentirá —porque es muy sensible, tanto intensa como extensamente— gracias a ese «sí» cierta sensación que puede ser la misma u otra totalmente distinta, no importa, pero que al fin y al cabo seguirá siendo más verdad que un triste monosílabo.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Diego y el espejo

Pero la casa también puede empezar, por ejemplo, por el cuarto de baño; porque al fin y al cabo está al lado de la puerta de entrada —que es, digamos, el comienzo oficial—. Allí hay un inodoro, un espejo y está Diego.

«Inmediatamente después de los azulejos hay algo», piensa mientras mea sentado y observa la pared de su izquierda. «No se trata de la calle en concreto ni del exterior en general. Tampoco de la pared. Es justo lo que hay entre ella y la parte de atrás del azulejo. No es que ese lugar sea importante. Más bien lo es que seamos conscientes de su existencia, de que está ahí aunque no lo veamos».

Después Diego tira de la cadena y pone en marcha así una vez más un circuito abierto que es recorrido a trompicones. Como le dicta la costumbre, se lava las manos y evita mirarse en el espejo; y sigue pensando.

«Que yo sea otro es físicamente imposible. No pueden darse dos cosas en un mismo espacio. Sin embargo, cualquier espejo me ofrece la posibilidad de ese espacio doble que necesito para ser yo y otro al mismo tiempo». Entonces quiere comprobar que es cierto lo que piensa y clava sus ojos en el reflejo que clava sus ojos en él. «Es divertido jugar a adivinar qué estará pensando ese de ahí», dice para sí mismo, «como si fuera posible». Diego sabe que puede meter el brazo hasta el codo en ese espacio insinuado justo enfrente con un realismo brutal. Sigue mirando su reflejo y no le resulta difícil desvincularse de él, quitárselo de encima. Así nota el odio ajeno. Inspirado por él mismo, claro, pero originario del otro lado. Y el placer que le produce ese odio. «Puedo meter allí cualquier cosa», piensa.

sábado, 13 de noviembre de 2010

A alguien se le cae un bebé de las manos


Estoy cansada, estoy cansada. Vaya hijos de puta. Te lo dije. Que el tiempo se detenga. Soy un niño y los niños nunca mienten: tenemos los deditos pequeños. Había quedado mañana para ir a un picnic, por la tarde. ¿Qué dices? No, mañana tengo que estar en la oficina a primera hora y ¡es improrrogable! La maldita alergia. El sol. Terriblemente cansada. Es que esta tarde me sangró la nariz, incluso tuve que pasar el mocho por el salón. No me gusta el mundo. Este sol. Poner el pie debajo, o la pierna. Ahora ya no importa todo eso. No hay nada importante. Que no haya tiempo que pasar. Hasta aquí, ya está bien. Necesito tiempo. Quiero estar en otro lugar. Dame una palabra en la que apoyar las mías. Quería ser otra cosa. Quería ser una persona honesta y no mentir. Algo que no esté en el mundo. Pero ahora no toca defender a nadie. Ahora, no nos engañemos, toca quedarme aquí, con mis sudores fríos. Con eso de ahí.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Volver

Si no puedo apoyarme en los planetas, ¿de dónde saco entonces un espacio en el que escupir sin salpicarme? Necesito otra vez esa plastilina con la que engañar a los dedos, con la que consigo que dejen de hurgar hacia dentro; olvidarme de pensar en ese coronel que está ya forzando la cerradura y que siempre ha querido probarse mi ropa interior. Porque intentar volver es siempre desear aquel momento en el que no fui el que en realidad soy, cederle todo el terreno a ese fantasma que tiene mejor cara que yo.