sábado, 25 de octubre de 2014

Ancillary Justice

La historia que contiene Ancillary Justice es atractiva ya desde la base, porque la primera persona que la narra fue en su día una nave espacial llamada Justice of Toren, pero ahora no es más que una soldado que parece humana. El hecho que hace esto posible es el mismo que justifica el título de la novela: en el Imperio Radchaai las transportadoras de tropas pueden compartir conciencia con miles de «auxiliares» (ancillaries), prisioneras de guerra a quienes se les ha vaciado la mente para convertirlas en soldados. ¿Por qué la colosal nave espacial Justice of Toren ya no es más que una sola de sus unidades auxiliares? Si queréis saberlo ahí tenéis la novela, donde Ann Leckie lo cuenta todo muy bien. Yo no quiero espoilearos demasiado aquí. Esto es solo una reseña.


Para empezar es inevitable comparar el universo que aparece en este libro con el que creó Ursula K. Le Guin para su ciclo del Ekumen. De las dos partes en que se puede dividir la novela —dos momentos distintos de la historia que se van alternando en los capítulos—, una se parece tanto a La mano izquierda de la oscuridad que es imposible no pensar en un homenaje o en un diálogo intencionado con ella. Varios puntos en los que se acercan son: la historia de amistad entre dos seres de distinta naturaleza, la piel oscura de los personajes, la semejanza de algunos nombres (Genly Ai/Denz Ay y Estraven/Seivarden), la ausencia de un amor romántico central en la trama —¡gracias, Ann Leckie!—, el viaje cruzando un mundo helado, el interés por la antropología y, sobre todo, su forma de tratar el género. No es que Leckie haya usado el recurso del hermafroditismo secuencial de Le Guin, ni mucho menos, pero sí ahonda en la problemática del binarismo de género.

martes, 7 de octubre de 2014

Te echo de menos

Últimamente me haces pensar en aquel gemelo malo —¿te acuerdas?— que decías ver en mis ojos cuando te sentabas en un bordillo a llorar y yo, llorando también, pero empecinado en ayudar, hacía todo lo contrario repitiéndote que el negro era negro y el blanco, blanco, como si a alguien le importase.

A mí me molestaba tu intuición porque en el fondo sabía que esa parte de mí existía y que desde algún lugar vertía quién sabe qué fluidos, quién sabe qué ideas. Me molestaba tu intuición porque era posible que mi concepción del mundo estuviese ligeramente distorsionada por una pequeña variable, lo suficientemente grande como para que todo estuviese equivocado, sin parecerlo. Un pequeño error, pero uno en la base. Por ejemplo, creer que el negro es perfectamente distinguible del blanco.

Ese gemelo era entonces una parte de mí que actuaba en contra del resto, un sabotaje que venía del interior, un tropiezo por dentro.

Es verdad que también agradecía tu intuición. Siempre he sido un entusiasta de alzar las armas contra uno mismo, de frotar hasta romper si hace falta en el aseo personal. Siempre he sido partidario de la represión, si es uno mismo quien se la infringe. Ese gemelo malo que decías ver en mis ojos era otra buena excusa —y lo fue— para levantar barreras, cavar fosas y silenciar voces en este vasto espacio imaginario que soy yo.

Pero tú eres distinta: en tu caso el enemigo siempre fue externo, y se acercaba haciendo aspavientos, señalándose a sí mismo con un enorme indicador rojo que a veces solo tú veías. Tu intuición es para los demás, y para ti no tienes. Por estar tan segura de ti misma, de tus aptitudes, por tener tan claro que pudiste estar equivocada, paradójicamente, no tienes en tu interior forjas encendidas, no tienes altas almenas, ni ejércitos veteranos. Aunque alcances a ver de dónde viene el ataque, no puedes más que lanzar piedras del camino a la lejanía.

Últimamente me haces recordar aquel gemelo malo que decías ver en mis ojos, y es que ahora te vuelves a sentar en un bordillo y, llorando, andas empecinada en andar tras la verdad, como si a alguien le importase. Y no sabes lo que yo, llorando también a tu lado, te echo de menos.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Errores en la edición de Minotauro de “La mano izquierda de la oscuridad”

Este post nace del cabreo que he cogido leyendo La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin. Y no es por la novela en sí, sino porque la edición tiene tantos problemas que no sé quién tiene la culpa de que no haya disfrutado con ella.

Si alguien a quien le interese la sociología, la antropología o la ciencia ficción en general está pensando en leerla, le recomiendo que acuda a cualquier otra edición que no sea esta de la que os voy a hablar ahora mismo, es decir, la publicada por Minotauro, con traducción de Francisco Abelenda (Francisco Porrúa), en 2008 para la Colección Booket. La portada es esta:


Simplemente enumeraré los errores más destacables que he visto, para poner sobre aviso a quien quiera acercarse a ella. 

jueves, 4 de septiembre de 2014

Tu sueño

Abuelo.
Tu abuelo te explica lo difícil que lo ha tenido para comprarse un Cristo. Los hay de muchas maneras, dice. Te enseña uno que está hecho con pequeños cráneos de metal y su corazón es la pepita de una fruta no comestible.
Quieres salir de su habitación, pero te cierra el paso, así que tienes que usar la otra puerta, con mucho cuidado de no hacerle ver que estás huyendo de él.

Prima.
Tu padre está sentado en la cama de tu prima. Ella lleva un pijama infantil y está semincorporada sobre las sábanas. Tiene unos doce años. Él le acaricia una pierna, la deja hablar, es muy suave. Tú rompes el rollo que había en la habitación. Tu padre ha aumentado la distancia con tu prima al darse cuenta de que has entrado, pero solo un poco. Ella se alegra de verte.
Si quieres salir de esta habitación sin volver a ver a tu abuelo, es necesario saltar por la ventana.

Jardín.
Aquí hay plantas y banquitos. Tu prima te ha seguido, pero ahora va vestida de calle y con unos taconazos. Se ha maquillado mucho, y eso hace que parezca mayor. Se dirige a la entrada del edificio. Tú te das cuenta de que andar por allí te hace daño porque vas descalzo. Si sigues a tu prima llegas a la entrada de la casa.

Entrada.
Tu prima, vestida de gala con unos tacones superaltos, camina muy por delante de ti, con firmeza, pisando fuerte.
Hay coches que entran y que salen, músicos de orquesta sinfónica hablando entre ellos y paseándose. En las escaleras de piedra que llevan a la puerta está el Papa sentado, y dice cuando pasas:
—Las dos academias son una mierda. Las dos. No se salva ninguna.

Recibidor.
Hay mucho barullo y grandes personalidades. La señora Merkel conversa con músicos en frac. Alguien está hablando con tu prima, y le dice:
—Esto es un desastre. Si no fuera por ti, la pobrecita Merkel lo habría pasado fatal.
La única forma de escapar es subiendo unas escaleras que hay al fondo del recibidor.

miércoles, 25 de junio de 2014

El origen de la expresión «go canny!»


Fragmento de «Sabotage», de Emile Pouget, 1898.

Los británicos aprendieron lecciones de sabotaje de los escoceses, e incluso tomaron de ellos el nombre de bautismo del sistema: go canny!

Recientemente la Unión Internacional de Estibadores, que tiene sus oficinas en Londres, envió un manifiesto llamando al sabotaje, por lo que los estibadores empezaron a hacerlo, ya que hasta ahora ha sido principalmente en las minas y en las fábricas textiles donde los trabajadores británicos lo han llevado a cabo.

Aquí está el manifiesto en cuestión:

¿Qué significa «go canny»?

Es una expresión corta y útil para designar una nueva táctica empleada por los trabajadores en vez de ir a la huelga.

Si dos escoceses están caminando juntos y uno va demasiado rápido, el otro le dice: «go canny», que significa, «ve más despacio».

Si alguien quiere comprar un sombrero que vale cinco francos, tiene que pagar cinco francos. Pero si solo quiere pagar cuatro, entonces tendrá uno de menor calidad. Un sombrero es una forma de «mercancía».

Si alguien quiere comprar seis camisas a dos francos cada una, tiene que pagar doce francos. Si solo paga diez, obtendrá solo cinco camisas. Una camisa es una forma de «mercancía vendida en el mercado».

Si un ama de casa quiere comprar un pedazo de carne que vale tres francos, tiene que pagar por ello. Y si solo ofrece dos francos, entonces se le dará carne en mal estado. La carne de vaca también es una «mercancía vendida en el mercado».

Bueno, los jefes declaran que el trabajo y la habilidad son «mercancías para la venta en el mercado», como sombreros, camisas, zapatos y carne.

Perfecto, contestamos. Os tomamos la palabra.

Si es «mercancía» vamos a venderla como el fabricante de sombreros sus sombreros y el carnicero su carne. Ellos dan mala mercancía por precios malos y nosotros haremos lo mismo.

Los jefes no tienen derecho a contar con nuestra caridad. Si se niegan a discutir nuestras demandas, bien, nosotros pondremos en práctica el «go canny», la ralentización, a la espera de que nos escuchen.

Así que aquí vemos una hermosa definición de sabotaje: por mal pago, mal trabajo.

Fuente: Almanach du Père Peinard, 1898.
Traducido al inglés por Mitchell Abidor para marxists.org
CopyLeft: Creative Commons (Atribución y compartir igual) marxists.org 2006
Traducido al español por Curro Esbrí.


jueves, 29 de mayo de 2014

Hemos venido a darlo todo

Esto es lo que creo que dije en la presentación de Hemos venido a darlo todo 

Ante todo quiero dar las gracias al Museo Reina Sofía, a esta librería, a Sara, que es una pena que se esté perdiendo esto, a Íñigo López Palacios por acceder a estar aquí hoy y sobre todo a Ana, por tantas cosas.

Esta es la primera presentación al uso, con micro y todo, que organizamos en la editorial Ofegabous, así que estamos muy ilusionados por hacerla, aunque también es cierto que la presentación de un libro de Wences Lamas muy normal no puede ser. Ya os aviso.

Le pregunté en su momento a Wences qué quería que dijese aquí. Y él me contestó que lo que me naciera, lo que pensase realmente del libro. Yo creo que dijo eso porque no me conoce. Pero bueno, le voy a hacer caso igualmente porque en el fondo entiendo por qué dijo eso. Y es que sabe que una de las mayores virtudes de Hemos venido a darlo todo es que es un libro pensado para que cada ejemplar sea especial para cada lector. Y al fin y al cabo para eso estamos aquí, para daros una idea de lo que hemos publicado
 
Pues bien, en mi caso, lo que me viene a la cabeza cuando pienso en él es que este libro está vivo. Y voy a dedicar los siguientes minutos a explicar esto.

sábado, 24 de mayo de 2014

Decirte

Después te arropo. No sé si tienes frío o no, pero creo que te vas a quedar dormida dentro de poco y es mejor que estés tapada. Meto la mano por debajo del edredón y toco tu espalda desnuda. Me pregunto por qué lo he hecho. Me siento muy consciente de cada cosa que pasa a mi alrededor y de lo que hago, por eso me sorprende no tenerlo claro en este caso. No he conectado mi mano a tu espalda porque quiera comprobar la temperatura de tu cuerpo. Tampoco era por notar el tacto de tu piel. Es simplemente que quería seguir conectado a ti de algún modo físico. Me parece normal y bueno y ya no me pregunto más.

Desde aquí me apetece decirte que te quiero, pero no recordar que hay lugares desde los que no quiero decírtelo. Esos que me veo obligado a recorrer a diario y de los que conozco cada detalle y a los que no pienso dedicar una palabra más. Como te has quedado dormida ya —lo sé ahora por tu respiración—, no tiene sentido decirte nada, así que me callo. Pero creo que lo importante son las ganas. No sé qué sería de mí sin las ganas.

Estoy a gustito y se me ocurre la nefasta idea de decirte. O sea, lo que viene a ser describir a «la mujer que me acompaña», aquello que suele devenir en frases que dan tanto repelús como «ella es hermosa». Pero pienso que yo sería capaz de hacerlo bien, de describirte como lo hace la Woolf, de mostrarte sin poseerte, de renunciar a la prepotencia de creer que puedo definirte con precisión, que puedo saber más de ti de lo que tú sabes, renunciar a la pretensión de decirte sin tu voz. Pero al mismo tiempo pienso que quizá esto de sentirme capaz de algo así no es más que una excusa para hacer precisamente lo que todo el mundo hace y a mí me aburre tanto. Me doy cuenta de que el riesgo es demasiado alto. Prefiero callarme la boca.

lunes, 12 de mayo de 2014

Estimúlate la próstata


Hace unos días estaba muy cachondo, realmente cachondo, solo en casa y manos a la obra, es decir, estaba masturbándome. En la cabeza me daban vueltas las palabras de Diana J. Torres: «cualquier persona que tenga una próstata dentro del culo puede tener un orgasmo maravilloso con ella». Y la idea de explorarme me ponía todavía más cachondo. Miré de reojo el Pornoterrorismo, que ahora tengo en la mesita de noche porque una buena amiga me lo ha dejado y que sería lectura obligatoria en los institutos si viviésemos en un mundo sexualmente sano. La decisión, pues, estaba tomada.

Pero uno no puede meterse algo por el culo así, sin más, de modo que necesitaba ayuda. Pensé en qué había dentro de mi habitación que me pudiese servir. No quería salir al pasillo, que llegasen por sorpresa mis compañeras de piso y me pillasen yendo de un lado a otro empalmado; y, la verdad, tampoco se me ocurría nada que pudiese serme útil en toda la casa. De repente, me acordé de algo que me hizo levantarme y abrir el armario. Escarbé en los cajones, abrí cajas, desparramé los apuntes de la carrera y el abrigo sobre la cama… y al final encontré lo que buscaba: una bolsa del Mercadona con un tarro grande de vaselina. Compré aquello hace bastantes años. Acababa de leer el Manifiesto contrasexual de Paul B. Preciado, no quise ir a un sex shop para comprar lubricante y estaba claramente enfocado al ano. Recuerdo que me masturbé con un dedo metido. No fue nada espectacular. Supongo que por eso no repetí.

Lo del otro día fue distinto porque esta vez estaba claramente enfocado a la próstata. Y esa vaselina me venía de maravilla. Recuerdo que, fugazmente, me pregunté si esas cosas caducaban, pero estaba demasiado cachondo como para pensar racionalmente. De hecho, mi prioridad en la vida en ese momento era correrme. Todo lo demás había pasado a formar parte de un conjunto confuso llamado «ya lo pensaré luego».

Me metí el dedo sin problemas y por fin seguí masturbándome. Pero todo cambió al tocar, casi por casualidad —ni siquiera me había informado mínimamente de su ubicación—, cierto «bultito». Tuve que cambiar de postura para llegar mejor con el dedo corazón y comprobé que si me sentaba sobre mi mano, apenas tenía que hacer fuerza. Me corrí enseguida, y no fue una corrida normal.

La distancia que hay entre añadir la estimulación de la próstata a la masturbación y no hacerlo es abismal, nunca mejor dicho, porque se trata de dos niveles distintos: el superficial y el profundo. Lo que un hombre espera cuando se le dice que el placer será mayor es solo un placer más evidente, más explosivo… pero en este caso es todo lo contrario. De hecho, la primera sensación que tienes es de que no está pasando nada, de que nada se ha añadido a lo que ya había, pero luego, de algún modo, sigues y sigues hasta darte cuenta, incluso puede que cuando ya hayas terminado, de que el placer ha sido mucho más intenso, aunque también mucho más disimulado. Esto es extraño, ya digo, para cualquier hombre. Es para mí difícil de explicar bien, pero lo intentaré. Para ello tendré que contarte primero un asunto personal que solo he superado —y solo en parte— llegando a la treintena. Y sí, es un asunto sexual.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Visita de Giovanni Papini

Florencia, 12 de marzo

El escritor decía en su nota que quería entrevistarse conmigo porque, según él, una persona como yo podría aportarle muchos datos para un libro que andaba componiendo cuyo personaje principal, casualmente, viajaba a lo largo y ancho del mundo como yo.

Dijo que había oído hablar de mí y de las «investigaciones febriles que me llevan a buscar incansablemente», según sus propias e hinchadas palabras. A buscar ¿el qué? ¿El sentido de la vida acaso? ¿El sentido de mi vida? Es verdaderamente absurdo.

Su propuesta me produjo una gran pereza, pero accedí porque, después de haber leído la mayor parte de las que se suelen llamar Las Grandes Obras de la Literatura Universal sin haber encontrado en ellas nada interesante, quise investigar —aunque no febrilmente, claro— las razones por las que alguien podía ansiar la introducción de su nombre en semejante canon. Giovanni Papini no me defraudó en ese sentido: estaba bastante seguro de la inmortalidad de su obra. Espero que no dejara entrever eso en sus escritos —aunque lo dudo, dada su prepotencia—, pues no hay nada que me repugnara más durante la tortuosa e interminable labor de lectura que llevé a cabo en su momento.

—Es un hombre inhumano —comenzó Papini a explicarme al protagonista de su libro—, una persona sin empatía, una bestia con rostro humano.

Después de que aseverara aquello pensé que si al menos hubiese elegido otra forma de decir lo mismo, su descripción no habría sido tan tediosa; pero no, simplemente había elegido otras palabras. Si hacía eso al hablar, ¿qué no haría al escribir? Y sí, en cuanto empezó a presentarme su proyecto literario, me pareció que su intención era situar al protagonista en distintos lugares para describirlo una y otra vez en una sucesión de fragmentos que eran en realidad como daguerrotipos de una persona en la misma postura en países distintos, en situaciones distintas, es decir, que si el libro tenía interés estaba en el pequeño margen que el voluminoso personaje cedía.

lunes, 10 de marzo de 2014

Mi propio juguete favorito


Escribo este post porque necesito explicar qué significa para mí ser editor, aunque no sepa si es a ti a quien quiero explicárselo o a mí mismo; y voy a empezarlo con un recuerdo infantil porque la tentación de embellecerlo es demasiado fuerte.

Tenía entonces unos trece años, estaba tumbado encima de la toalla de mi hermana —tardé bastante en tener una propia—, clavándome en los huesos los cantos rodados de la playa de Chilches y haciéndole compañía a mi madre. 

—¿Hoy tampoco te vas a mojar? —me preguntó ella.

—No.

—Ay, hijo, con lo buena que está el agua…

Había ido allí en contra de mi voluntad, pero no me quedaba otra, teniendo en cuenta que mi madre es una mujer y que en este mundo es preferible que una mujer no vaya sola a la playa. Pese a ser tan joven, varias experiencias desagradables hicieron que entendiese bien este punto. Lo que no entendía era lo de la sombrilla.

—Pesa mucho —me dijo mi madre.

—Podríamos llevarla entre los dos.

—No.

No había sombrilla, pues. Por lo tanto, embadurnado hasta las cejas de protector solar, leía bajo una luz cegadora, porque no podía hacer otra cosa. Era eso o morirse de aburrimiento. No entendía cómo a otras personas les bastaba con gastar su tiempo tostándose al sol con los ojos cerrados. No entendía a mi madre. Pero ella a mí tampoco.

—¿Por qué no te traes la pelota y juegas?

Su pregunta hizo que en mi mente se formulase inevitablemente otra: ¿por qué no veía del mismo modo que yo el libro que tenía en las manos, por qué para ella era prácticamente invisible mientras que para mí suponía una aventura absorbente, no solo por parecer inabarcable —tenía más de mil páginas—, sino también por la cantidad de estímulos que me ofrecía? No lo pregunté en voz alta, claro. Me limité a responder:

viernes, 31 de enero de 2014

Conversaciones cruzadas

En este caso la coincidencia es temporal y se hace difícil determinar el nivel de prioridad, así que Diego y Lara han de desdoblarse para atender al teléfono y abrir la puerta al mismo tiempo. Contra toda lógica, ambos equivocan su función, pero la urgencia no les deja rectificar, y deciden ir improvisando. La casa sigue inmersa en su estricto y habitual estatismo, pero a la vez todo está patas arriba.
 
—Diego al habla. ¿Quién es? —dice Lara.

—¡Buenos días! —se oye desde otro lado, es decir, desde fuera de la casa—. Mi nombre es Julio y le llamo de parte de Telefónica para ofrecerle…

—Lo siento, no nos interesa.

—Pero solo le llevará unos minutos… —insiste Julio.

«Un momento», piensa Lara, «si yo ahora soy Diego debería actuar como él, y él nunca desperdiciaría una situación como esta».

—De acuerdo —cede Lara—. Tiene toda mi atención.

—¡Hola! ¿Qué tal? —dice Diego después de abrir la puerta—. Soy Lara.

—¡Hola! He venido por lo del anuncio —un señor normal en el umbral avanza la mano—. Me llamo…

«Un momento», piensa Diego, «si soy Lara no puedo ser tan confiada…».

—En el anuncio —le corta Diego— ponía claramente que no queremos fumadores.

—Bien —responde el señor mientras retira la mano al ver que su gesto ha sido inútil—. Por eso estoy aquí. Yo no fumo.

—Ah. Bueno. Si ha leído el anuncio sabrá entonces que no queremos mascotas.

—¿Acaso ve alguna mascota aquí?

—Bien, Diego. Verá, aquí en Telefónica hemos empezado el año queriendo premiar a nuestros clientes más fieles. ¿Usted tiene el móvil contratado con Movistar?

—No.

—Pues por un pequeño aumento en su factura de teléfono, usted podrá disfrutar de un estupendo móvil de última generación con tarifa plana, ¿qué le parece?

—Verá, Julio —empieza Lara como se supone que empieza Diego a hacer estas cosas—, se llamaba Julio, ¿verdad?

—Sí, así es.

—Verá, Julio, yo ni siquiera soy de Madrid. Provengo de un pueblo de Castellón llamado La Vall d'Uixó… ¿He dicho «pueblo»? No, no quisiera mentirle. En realidad La Vall d'Uixó tiene 32.000 habitantes aproximadamente, así que no es propio hablar de un pueblo, sino más bien de una ciudad…

—Tampoco queremos erasmus —sigue poniendo «peros» Diego a la manera de Lara.

—¿Cómo voy a ser yo un erasmus —responde el señor en el umbral, un tanto mosqueado ya— con la edad que tengo?

—Bueno, que yo sepa los requisitos para estar becado no incluyen ser joven…—«frena, Lara», piensa Diego, «que te estás dieguificando»—. Bueno, da igual, la cuestión es que pedimos dos meses de fianza. ¿Está usted dispuesto a pagarlos?

El señor normal, ya hasta con ganas de irse, responde:

—Si me gusta el piso, sí, claro. ¿Podría entrar a verlo?

—¿Qué? —por alguna razón, la pregunta despierta gran inquietud en Diego-Lara.

—…y si le hablase de mis padres, bueno, pues no es muy agradable la situación. No me refiero a la económica. Siempre hemos vivido con lo justo, ¿sabe? Y ahora es igual. Se trata más bien de su relación sentimental. Mis padres hace unos pocos años que no se hablan… Pero disculpe, Julio, que esto no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando.

—No se preocupe, Diego, si yo le entiendo a usted, pero la oferta es muy buena, déjeme que le cuente…

—Si es que no quiero hacerle perder el tiempo, Julio. Lo que quería decirle es que yo apenas cobro 850 al mes como indefinido, y comparto el piso con otra persona que cobra unos 500 euros como becaria. Lo malo es que el alquiler son 760 euros y antes bien, porque éramos tres… pero bueno, el anterior inquilino se fue… porque… es una historia que, si me permite, no le contaré… todavía es muy reciente.

—Claro, tranquilo, no se haga problema.

—Que si puedo entrar a ver el piso —dice el señor normal, aunque ya lo hace por cabezonería, porque no le apetece en absoluto compartirlo con esa persona que hay dentro.

—¡Por supuesto! ¿Por qué si no íbamos a poner un anuncio? —pero Diego no está nada seguro de que Lara hubiese dejado entrar en casa a un extraño así, tan rápidamente—. Por cierto, ¿cuál era su nombre?

—Me llamo Sergio.

Entonces Diego, sin mediar palabra, le da un empujón para sacarlo del umbral y cierra la puerta violentamente, pero es imposible para él saber si lo ha hecho porque así lo hubiera hecho Lara o si aquella reacción ha venido de su propio pánico.

—Y, como comprenderá, Julio —prosigue Lara—, nuestra situación es muy precaria, y no sabemos si podemos permitirnos un aumento, aunque sea pequeño, en nuestra factura…

—Sí, Diego, comprendo —le responde Julio, con un tono de voz tan distinto que ahora parece una persona, y no un teleoperador—. Yo también lo he pasado mal…

Diego entra en el comedor mientras todavía le tiemblan las piernas. Ve que la casa sigue patas arriba pese a su estatismo de siempre, y esto le ayuda a calmarse. Oye a Lara haciendo de él:

—No me diga, Julio. Cuénteme. Aparte de trabajar en Telefónica, tendrá una historia personal… ¿es acaso usted inmigrante?

—Madre mía —dice Diego con la energía suficiente como para ser oído por Lara, pero parecer también que habla para sí, y con un tono que en principio es de reproche, pero que viene de una sonrisa cercana a la risilla burlona y cómplice.

Después se mete en la habitación de Lara y se tumba en la cama a escuchar la conversación que está teniendo él mismo en el comedor, pero de manera que parezca que no, que no está escuchando porque tiene cosas más importantes que hacer.

El resto de textos de La casa finita, aquí.

miércoles, 8 de enero de 2014

Un sueño de mi adolescencia

Los gángsters, envueltos en sus gabardinas oscuras, me miraban fijamente. Parecían ellos los encargados de cumplir la función de fachada, inexistente en aquel edificio.

Mi amigo me miró por encima del coche con inquietud. Intenté sonreír para calmarle, pero yo también estaba asustado. Ellos no se largarían de allí. Ni siquiera se habían movido lo más mínimo desde que llegamos. Había que encontrar una solución, así que dirigí mi brazo hacia los gángsters, cerré el puño y extendí el índice y el pulgar a modo de pistola. Quise simular un disparo, pero simplemente apuntándoles con el dedo caían desplomados, como muertos. Tardé bastante en deshacerme de todos.

Sin que mi amigo y yo nos dirigiéramos una sola palabra, entramos en el edificio. En su interior tenía lugar una fiesta en la que los atuendos y la decoración parecían ideados en el siglo diecinueve. Una gran mesa cruzaba la habitación y sobre ella había una enorme lámpara de araña de la que colgaban mil cristales. Unos hablaban y otros comían. Mi amigo se separó de mí. Era una fiesta de sus compañeros de clase y debía saludarles a todos. Cuando acabó de hacerlo, lo primero que me dijo fue que la chica del otro extremo de la mesa le había enseñado el sexo sadomasoquista, pero era una buena persona. Yo asentí y me la quedé mirando. Era alta y delgada. El pelo rapado con un pequeño flequillito le daba un aspecto bastante masculino. Llevaba un traje de cuero con cadenas y clavos de acero relucientes y unos largos y finos pendientes de color azul marino.

Fue ella misma quien vino a hablarme un poco más tarde mientras yo, apoyado en la pared, sostenía un vaso de cristal.

—Yo me lo hago con un calvo —dijo.

Contesté con un «ajá» y un ligero gesto de asentimiento, pero sin querer expresar indiferencia.

—Tiene un dragón verde tatuado en lo alto de la calva —insistió.

—A mí me gusta el inspector Gadget —me sinceré.

De repente apareció en mi pensamiento un dibujo circular y borroso en cuyo centro aquella chica sonreía y mostraba una mano metálica muy simple.

Entonces le cogí la cabeza con las dos manos, la acerqué a la mía, saqué la lengua y la arrastré por su cara, dejando un rastro de saliva que iba desde la barbilla hasta la sien izquierda. La miré fijamente. Ella se alejó desconcertada y con un vaso de cristal en la mano.

Al cabo de un rato volvía a estar solo y me quedé de pie, a unos pasos de la mesa. La chica sadomasoquista apareció de nuevo, pero esta vez venía un poco avergonzada y con gran indecisión. La observé. Tuve la sensación de que había estado pensando.

—Puedes llamarme Milanesa —dijo tímidamente.

Sonreí.


Soñado y/o anotado en torno al 09-04-1997. 
El día anterior había estado estudiando para aprobar música de 2º de B.U.P. de entonces. 
Ahora mismo no estoy seguro de si la palabra «milanesa» apareció en mi cabeza por culpa de la mandolina milanesa o de la liturgia milanesa o ambrosiana.