jueves, 28 de octubre de 2010

Epistemología #1

Ayer me pasé el día pensando en que siempre me equivoco. No a la hora de marcar un número de teléfono o de elegir el bocadillo de la carta en cualquier bar cutre. Tampoco me refiero a cambiarle el nombre a la gente que conozco. Es otra cosa. Me equivoco al meter en conjuntos, al separar el blanco del negro. Esta mañana, precisamente en la ducha, he descubierto el porqué de mis errores: había olvidado que las sensaciones son necesariamente ciertas, mientras que las ideas no.

*

Ahora escribo encaramado a lo más alto de las paredes de mi habitación porque hace un rato he retomado —como otras mil veces— la lectura de Ser y tiempo y he encontrado esto:

«’Verdadero’ en el sentido más puro y originario —e. d. de tal manera descubridor que nunca puede encubrir— es el puro noein, la mera percepción contemplativa de las más simples determinaciones del ser del ente en cuanto tal».

Y poco más tarde esto otro:

«Lo que no tiene ya la forma de realización de un puro hacer ver, sino que al mostrar algo recurre cada vez a otra cosa, y de este modo hace ver algo como algo, asume, junto con esta estructura sintética, la posibilidad del encubrimiento».

*

Por ejemplo, entra en el vagón del metro una chica guapa. Mira al suelo y en la forma de hacerlo leo con sorpresa lo que está pensando. Recientemente ha descubierto que merece la pena, además de estar aquí con la mayor fuerza, con los pies bien clavados al suelo, con la máxima estabilidad, merece la pena —y de esto se dio cuenta anoche, aunque no fue capaz de explicárselo a su compañera de piso— merece la pena expandirse, estar presente más allá de uno mismo. Pero no porque ella piense que es nada especial, sino porque ayer vio el vacío en la mirada de otra persona, vio allí también la ausencia de remordimiento y, al verlos, los reconoció y los identificó como falta de humanidad. Y eso es lo que merecía la pena extender. No todo lo que ella era, sino sólo su forma de ver las cosas que, al fin y al cabo, era de algún modo ella misma.

Un poco aturdido por mi observación, le dejé un hueco en el vagón y me preparé para desearla en silencio, para enamorarme profundamente sin moverme del sitio, construir un amor a base de intuiciones. Y al fin y al cabo cualquier intuición es una supuesta verdad, así que en torno a ellas creé un espacio en el que zambullirme entre Avenida de América y Bilbao. Pero este espacio no era ni verdadero ni falso. Sólo la proximidad de su cuerpo, sólo las sensaciones que yo mismo me inyectaba con mis ensoñaciones, sólo eso era una indiscutible verdad.

Al salir del vagón, la forma en que la chica me dejó paso, mirando hacia su reflejo en los cristales de las ventanas, atusándose el cabello, me dijo que había errado, que anoche no habló con su compañera de piso después de haber estado apoyada en el alféizar de la ventana abierta, mirando en la calle a un hombre con las manos encima de sus hijos; o al menos no lo hizo del mismo modo en que yo lo había imaginado, sino de otro, otro cualquiera que ahora no podía ver con tanta claridad.

Pero esa era otra forma de equivocarme.

domingo, 17 de octubre de 2010

Casting

La casa empieza por su comedor. En él los patitos de goma habitan una mesa, suman cinco y son de diversos colores. Cuatro de ellos están emparejados y se miran atentos a los ojos. El quinto, en cambio, mira a otro lado, más allá del borde de la mesa, donde no hay nadie.
Pese a su indudable importancia, Lara no está atenta a los patitos porque ahora mismo busca algo en su ordenador que no puede provenir realmente del interior de su ordenador. Por eso escribe en la barra del Google «el veneno más potente y más discreto».
En ese momento Diego da manotazos al aire y mete su cuerpo entero en el comedor como si todo el mundo asistiese a sus procesos mentales, como si el Universo se moviese al ritmo de sus pensamientos. Lara mira entonces de reojo el balcón y ve temblar en el aire el reflejo de una ligera y atroz —por lo menos a ella se lo parece— tela de araña. «Tengo que acabar con esto», piensa.
—Vale, ya lo tengo —dice Diego—. Pondremos el trípode aquí, frente al balcón, para que le dé la luz en los ojos; y encima ponemos la cámara de vídeo…
Lara, temerosa de que las palabras de Diego hayan cambiado algo en aquel comedor, observa detenidamente el espacio que la rodea hasta comprobar aliviada que todo sigue organizándose en torno a la mesa baja que hay en el centro. Después retoma y agarra para que no se le escape el ansia de exterminio que hay en el centro de su ánimo y así, por fin, puede replicar a Diego:
—¿Qué cámara de vídeo?
—Ah, ¡yo qué sé! —grita él hacia las paredes, andando de un lado a otro—. Conseguimos una y punto.
Porque es muy importante para Diego que lo que lleva dentro rebote contra el exterior, que las sillas acaben cabeza abajo de vez en cuando, que los cuadros caigan por el viento.
—Y el trípode ¿de dónde lo sacamos? —sigue preguntando Lara.
—Tengo un trípode en mi habitación —contesta Diego mirándola a los ojos por fin.
—¿Tienes un trípode en tu habitación?
—Sí. Y si me apuras me pongo a buscar por los cajones y encuentro hasta una cámara de vídeo.
—Bueno, haz lo que quieras.
Diego se para en seco frente a los patitos de goma. «Ojalá venga una siamesa», desea en silencio mientras los observa. Se ha pasado toda la mañana pensando en hermanas siamesas así en general y ahora mismo, por alguna razón que no comprende, ha vuelto a hacerlo.
—Pero eso ¿para qué? —pregunta Lara más por reproche que por curiosidad.
—Es que no me has dejado explicarme —a continuación Lara invita a Diego a continuar mediante un gesto con las manos que viene a decir «adelante»—. Tú serás la que hace las preguntas, ¿vale? Lo sentamos aquí —se sienta él mismo en un sillón blanco, abre mucho los ojos, luego los deja entreabiertos como si le molestara algo—, que le dé la luz en la cara y si hace falta encendemos el flexo ese que hay por ahí hacia aquí. Encendemos también la cámara y le decimos que si quiere ser grabado. Si nos pregunta le respondemos que es condición sine qua non. Si realmente le interesa, se quedará. Yo, mientras tanto, he encendido discretamente la calefacción.
—¿En agosto?
—Precisamente —silencio y mirada penetrante hacia Lara—. Y también me he quitado toda la ropa, ¿vale? Y me he puesto zapatos de tacón y unas bragas de encaje que le pediré a la Charo, mi amiga de Cáceres.
—Ahora es cuando dejo de escucharte.
—Y me meto detrás de la puerta de la cocina, aquí —y se mete detrás de la puerta cristalera de la cocina—, en cuclillas. (Recuerda que no llevo más que bragas de encaje y zapatos de tacón… Es posible que también un liguero, ya veremos.) Y entonces, como va a estar de espaldas, entonces respiro fuerte, como quien está excitado, para que me oiga. Así —y respira fuerte exagerando—.Y si se gira y me ve yo me escondo un poco, pero mal, y eso ya va a ser la hostia, ¿vale? Mientras, tú le haces preguntas. Se me han ocurrido unas cuantas. A ver qué te parecen —saca una libretita del bolsillo de atrás del pantalón y Lara finge con torpeza que todavía no escucha, que está atendiendo a otras cosas—. Esta es una: «¿cuál crees que es tu peor virtud y tu mejor defecto?». Eso le rompe el cerebro a cualquiera —una risilla burlona escapa de los labios de Lara—. Le preguntamos también si piensa tener hijos o familia, si le huelen los pies, si tiene problemas con las heces de los hurones o si acostumbra a usar el baño entre las siete y las siete y cuarto de la tarde…
—¿Quién va a aguantar todo eso, si puede saberse? Y ¿para qué?
—No sé. Me da igual. ¡La gracia está en que lo habremos grabado todo en vídeo!
De repente suena el teléfono. La mesa baja cruje y parece perder el equilibrio por un momento, pero continúa firme. Las cosas a su alrededor siguen situadas a su nivel —como el sofá y las piernas de Lara—, bajo él —las revistas, los pies de Diego— o sobre él —la lámpara, los brazos de Diego, la cara de Lara—.
«Ya está, piensa Diego, se trata de aquellas siamesas que sentían la ausencia de la otra hermana cuando eran separadas, como ocurre a veces con los miembros amputados». Furtivamente, Lara mira otra vez al balcón, pero ya no puede ver ninguna tela de araña. De alguna manera esa desaparición la alivia y la decepciona al mismo tiempo. «Nada de eso importa, piensa, tengo que encontrar ese veneno».
El teléfono sigue sonando.
—Es uno de ellos —dice Curro justo antes de descolgarlo.

martes, 5 de octubre de 2010

Cuentas pendientes


Te imagino mordiendo la esquinita de una mesa, como si yo hubiera decidido escribir una novela al año. Por alguna razón tienes los ojos de color gris. Una telilla crea una bolsa rellena de humores turbios entre el mundo y tú. Y muerdes y chupas y reblandeces así la madera de la mesa con insistencia canina. El sabor es el de siempre. Ya conociste las otras esquinas. Ya sabes que es escupir las astillas y tragar la saliva cuando está a punto de caer, cuando ya es demasiada y cuando su sabor es el de siempre. Atento, bien atento al proceso de arromar las puntas. Una cosa predecible, una cosa ya sabida. Y roes como cualquier animal que busca algo. Pero tú no buscas nada. Tú roes de forma pura. No haces nada más que roer royendo. Te quiero así. Tienes mi bendición. Yo te ordeno. Tú mandas. Dos veces más. La mesa es tuya y el salón es mío. Consígueme una lucha así para mis tardes libres. Toda mi fe está en ti. Soy tu esclavo. Me gustaría que, por una vez al menos, tuvieses la claridad mental suficiente para fustigarme. Durante las horas en que es de noche. Como si solo haciendo estos tachones en el texto pudiese llegar al final de la página. Como me merezco, cariño.

viernes, 1 de octubre de 2010

Aquello que tememos

Alguien a quien podamos abrir en canal, manosear las raíces de todas sus puntas, deformar a nuestro gusto el sentido de su mirada. Porque las verdaderas terceras personas no tienen segundas intenciones, quiero decir que no vienen a decir nada. Nadie les puede echar el cierre. Son como tú y como yo, pero con la ventaja de que serían sus manos las que nos comiésemos y no las nuestras.
Podríamos convertirnos en un niño que dibuja en el otro aquello que teme. La forma de evitarlo es ser ese niño los dos al mismo tiempo. Que su dibujo quede así fuera de nosotros.
Ni tú ni yo, sino una tercera persona.