martes, 29 de septiembre de 2015

Dejarse el curro


Justo cuando estoy atravesando el pasaje me doy cuenta de que no tengo prisa. Quiero hacer muchas cosas hoy, pero no tengo prisa. El alrededor huele a humedad y a hojas pudriéndose, y refleja la luz de un día nublado. Antes no era así. Antes iba por el pasaje y salía de él, con la cabeza repleta de cosas que había lejos, muy lejos. 

Hoy es distinto. Hay una botella de ron vacía en un escalón y un vaso de plástico sucio, y yo los veo. Evito en el último momento pisar un trozo de cáscara blanca. Me fijo bien y sí, en algún momento de mi juventud vi algo parecido. No son huevos comprados en supermercado y, además, están rotos de un modo curioso, como si el hecho de romperlos fuera secundario o, más bien, como si romper el cascarón fuese un acto reflejo, como alimentarse, dormir, respirar, latir. Eso que se hace sin pensar, sin intención casi. «Nosotros cascamos los huevos de un modo determinado, muy distinto a como los rompen los polluelos», pienso. Y me doy cuenta de que hacía años que no podía pensar estas cosas, que hace unos meses, y aun semanas, era impensable para mí detenerme a buscar nidos yendo a hacer la compra un sábado por la mañana. 

No veo ninguno. Ni idea de qué tipo de ave acaba de incubar sus huevos en diciembre. Sin embargo, los rastros en el interior de la corteza me dicen que no ha pasado mucho tiempo, ni ha ocurrido a demasiada distancia. Al ser consciente de lo que está pasando, no me importa no haber encontrado el nido. Bajo los escalones esquivando los restos del botellón, salgo del pasaje y pienso que hay saltos al vacío que merecen la pena. 

Yo lo estoy comprobando ahora. Los polluelos lo comprobarán más adelante.