Justo cuando estoy atravesando el
pasaje me doy cuenta de que no tengo prisa. Quiero hacer muchas cosas
hoy, pero no tengo prisa. El alrededor huele a humedad y a hojas
pudriéndose, y refleja la luz de un día nublado. Antes no era así.
Antes iba por el pasaje y salía de él, con la cabeza repleta de
cosas que había lejos, muy lejos.
Hoy es distinto. Hay una botella de ron
vacía en un escalón y un vaso de plástico sucio, y yo los veo.
Evito en el último momento pisar un trozo de cáscara blanca. Me
fijo bien y sí, en algún momento de mi juventud vi algo parecido.
No son huevos comprados en supermercado y, además, están rotos de
un modo curioso, como si el hecho de romperlos fuera secundario o,
más bien, como si romper el cascarón fuese un acto reflejo, como
alimentarse, dormir, respirar, latir. Eso que se hace sin pensar, sin
intención casi. «Nosotros cascamos los huevos de un modo
determinado, muy distinto a como los rompen los polluelos», pienso.
Y me doy cuenta de que hacía años que no podía pensar estas cosas,
que hace unos meses, y aun semanas, era impensable para mí detenerme
a buscar nidos yendo a hacer la compra un sábado por la mañana.
No veo ninguno. Ni idea de qué tipo de
ave acaba de incubar sus huevos en diciembre. Sin embargo, los
rastros en el interior de la corteza me dicen que no ha pasado mucho
tiempo, ni ha ocurrido a demasiada distancia. Al ser consciente de lo
que está pasando, no me importa no haber encontrado el nido. Bajo
los escalones esquivando los restos del botellón, salgo del pasaje y
pienso que hay saltos al vacío que merecen la pena.
Yo lo estoy comprobando ahora. Los
polluelos lo comprobarán más adelante.