domingo, 11 de julio de 2010

El ACMÉ

Para que nadie se sienta defraudado —pero eso a veces es inevitable— en la puerta del ACMÉ ya lo dice claramente:

PARA ENTRAR AQUÍ SE REQUIERE TODA LA ESPERANZA POSIBLE.
Una vez se entra es sábado y la bandeja de metal es un espejo circular y a Necker le duele la cabeza y juraría que hay espacios que apuntan a otros espacios. Pero quizá se deba únicamente a que las luces del cuarto de baño se sostienen gracias a la cinta americana. Con cinta americana el desagüe del grifo de la cerveza, las patas de cada mesa, el pomo de la puerta, las puertas del baño, la cafetera toda, cada manguito, las estanterías, las baldosas. Las gasas. Las uñas. El pelo. Los sexos. Y las palabras.

Necker se pregunta cómo se puede escribir sobre el deseo desde un bar repleto de cucarachas. ¿Qué ganaríamos con eso si cada taza de café es la casita de una familia de insectos? Por eso Necker no le dice a Mario que quiere ser un cuerpo abierto al mismo tiempo en los dos sentidos de una misma dirección. ¿Cuál crees tú que es la chica más guapa que hay esta noche en el ACMÉ? Uno de esos días en los que los objetos no te siguen la corriente, venga a gastarse el dinero la gente en cubatas. Casa de cabro. Me voy al segundo un cuarto de baño. ¿Cuál es el cóctel más dulce? Tu puta madre en almíbar. Necker se pregunta qué más puede hacer para que todo el mundo sepa que por dentro no es más que un caramelito tembloroso. ¿Que no sabes que hoy estoy demasiado sensible? ¿Cómo es que no te das cuenta? Si me das la mano, ¿no me estás tocando el corazón? Cuando Mario dijo aquello de hoy pienso emborracharme, ¿quieres una copa? ya era demasiado tarde, pero cuando dijo yo de Dubonnet con hielo, las rodillas de Necker se pusieron a repicar ellas solitas. ¿Es que nadie entiende el amor como yo? Mario dice —mientras machaca la hierbabuena, el azúcar, el zumo de limón y la angostura— debes aprender más de ti mismo y no pensar sólo en mí. Y quieres que el lavavajillas digiera las copas rotas, que sean ellos, pues, quienes hagan las restas, que la caja registradora no caiga por su propio peso, que el agua deshaga también los pelos como hace con el papel. Mario dice —mientras añade la nata líquida a tres rusos blancos, mientras calienta la leche para un cortado, mientras cubre de nata montada un brownie acabadito de hacer— no puedo continuar siendo sólo tuyo. Que los discos dejen de sufrir ataques de ansiedad, que el corazón te permita preguntarle de qué tamaño la quiere sin que tu voz parezca un pequeño saltamontes. ¿Me dejas pasar, por favor? Mario dice —mientras desliza un trocito de pepino dentro del Hendrick’s— puedes pegarme todo lo que te dé la gana, pero yo ya no te quiero. Perdona, pero ¿eres tú la cocinera? Que no se te note, que sea suave al devolverle el cambio en la mano, que no te miren más, que no te miren más. No creas que no me acordaba. Que no te pidan precisamente Ribera de Duero. Encantada. Que quede seitán para toda la noche. Esto que has puesto es Lou Reed, ¿no? Que querer no sea tanto. Mayte no me había dicho que tenía un hermano. No querer tanto. ¿Qué haces luego? No querer así. ¿Puedo pagar con tarjeta? Claro. Pero restos de insecto aparecen pegados al ticket justo debajo de FIRMA DEL CLIENTE. Justo hoy hace diez años que me enamoré por primera vez. Necker ha visto que uno de los granos de café preparado para pasar por el molinillo se movía por cuenta propia y quisiera que nadie le pida un cortado esta noche y que nadie le pida usar nunca más ya la cafetera. No quiero olvidar. ¿Qué hago ahora con estas perlas de lluvia venidas de países donde no llueve? ¿Nadie ha visto dos extremos alejarse desde el centro? Justo antes de que Mario coloque la cecina sobre la tosta, una cuqui se da prisa y se esconde en uno de los huecos de la levadura. Dos minutos más en el hornillo y la cena estará lista. Mientras, una chica nacida en Luxemburgo quiere una caña sin y Necker no podía saber que esa cucarachita había elegido para pasar la noche precisamente el interior de ese grifo de cerveza. No quisiste comprender mis palabras imposibles. Te conté la historia de ese príncipe que murió sin haberte encontrado, sin haberte siquiera buscado. También la de esos dos amantes que se calcinaron el corazón mutuamente. Carlos recoge el cigarrillo del cenicero creyendo que no lo comparte con nadie y de repente hay una explosión y algo negro sale volando en llamas y el cigarrillo acaba descapullado. Me queda la sospecha de que ella intentó amarme. A menudo se ha visto que de improviso arde un volcán que se creía mudo, que las tierras quemadas de nuevo reverdecen, que el sol parece incendiarlo todo uniendo el rojo y el negro justo antes de que la oscuridad sea completa. ¿Quieres deprimirnos a todos, Mario? Quita eso, haz el favor. La chica que también viene los viernes por la tarde le da un sorbo al café y de su boca saca con la punta de los dedos una cucaracha hervida. No, Mario, pon otra cosa.

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