domingo, 4 de julio de 2010

El lenguaje secreto de algunos camareros

Ver a Necker trabajar era divertido porque cuando hacía cafés no los hacía y cuando cobraba en realidad también estaba regalando. Esto solía irritar mucho a la gente, pero para mí era un placer asistir a semejantes portentos, y por eso acudía al ACMÉ a menudo. De algún modo Necker se me hacía transparente como ninguna otra persona, aunque, por otro lado, resultaba ser para mí un verdadero misterio.
Hace unos días me sirvió la cena y la retiró al mismo tiempo de tal manera que el plato —ensalada de cous-cous con lima y hierbabuena— quedó en un curioso estado de presencia-ausencia. A mí me sobrevinieron unas ganas tremendas de levantarme y aplaudir aquel virtuosismo, pero el temor a que nadie entendiese mi entusiasmo y me tomaran por loco me obligó a dar las gracias en un tono meramente simpático. Necker me dedicó un gesto que no supe si interpretar como un reproche o una disculpa. A decir verdad ni siquiera estoy seguro de que me lo dedicara.
Tuve problemas para meter el tenedor en aquel plato intermitente, pues ignoraba de qué dependía su presencia o su ausencia. Al principio pensé que quizá debía yo adoptar una actitud concreta frente a la ensalada. Ensayé unas cuantas —dominante, pasiva, eufórica, depresiva, etc.—, pero pronto advertí que aquello era del todo inútil. Después probé con diversos grados de inclinación de mi espalda, pero el plato aparecía y desaparecía con independencia de mis movimientos. Tampoco mirar fijamente o de soslayo me proporcionó ningún resultado. Finalmente di con la solución: todo dependía de si concentraba mi atención en las hojitas de hierbabuena que yo sabía que contenía la ensalada. Pude así por fin cenar tranquilamente, pero con esfuerzo.
Mientras degustaba aquel maravilloso —nunca mejor dicho— cous-cous, pensé que una hojita de hierbabuena no era cualquier cosa. En cierto modo era posible justificar la propia existencia con una de ellas. Imaginé una hojita tallada de una forma indiscutiblemente hermosa. Imaginé después un sistema filosófico infalible creado en torno a sus nervaduras. Luego toda una sociedad entera basada en su olor y su sabor, en su color, en su tacto. Ciudades enormes entregadas a las propiedades de una hoja singular y hermosa. Un mundo que se ha dado cuenta de la belleza que puede haber en una simple hojita…
Sumido en aquellos pensamientos terminé la ensalada y, en el centro del plato, evidente y majestuoso, restó el flamante objeto de mis cavilaciones. Yo la observaba atento y entregado. Después, movido por la admiración que me despertaba, quise construir edificios en su honor, escribir páginas perfectas para merecérmela, acercarla a mí, subyugarla, dominarla, poseerla en definitiva; y pinché el tenedor en la hojita y me la llevé a la boca. Tragando felizmente me percaté de cierta cosa: aquella hojita ya no estaba en ningún lado. Yo me la había comido. Bueno, pensé, supongo que es posible sublimarse mediante una hojita de hierbabuena, pero desde luego nunca interviniendo en ella…
Entonces mi mirada se cruzó con la de Necker que, desde detrás de la barra, me contemplaba como si con su forma de servir-retirar mi cena hubiera querido que yo me fijara precisamente en esa hojita, o como si estuviese pensando qué era exactamente lo que había servido en mi mesa para no equivocarse a la hora de sacar la cuenta. En sus ojos vi decepción e indiferencia. ¿Había entendido mal el mensaje? ¿Acaso no me sentía ni mejor ni peor después de comerme la ensalada? Al fin y al cabo, ¿existía aquel supuesto mensaje? ¿Cómo podía estar nadie seguro de nada que tuviese que ver con Necker?

2 comentarios:

  1. Igual pensó que serías un cliente más exigente y le darías otra respuesta, que echarías de menos alguna especia con la que él no contaba.
    A ver si me enseñas el bar de Necker algún día, que quiero ver a través de la hierbabuena.
    Qué gusto da ver algo nuevo cada semanita por aquí, de verdá. :)

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  2. Ay, ese bar...
    Y a mí me gusta que te guste, rebonica!

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