sábado, 7 de julio de 2012

El cielo de La Vall d'Uixó

Uno necesita ver primero todas las demás diferencias entre Madrid y La Vall d'Uixó para percatarse de la mayor, aunque sea la más evidente. A mí, por ejemplo, me ha costado seis años darme cuenta de que en Madrid la cantidad de cielo es prácticamente despreciable, mientras que en La Vall d'Uixó la bóveda celeste parece decirle a todas tus ganas: «¿para qué?, ¿es que no te das cuenta de que nunca llegas, de que nunca acabo?»; como si la distancia que hay entre ella y la tierra fuese infinita, pero sintiésemos al mismo tiempo su enormidad a la hora de apagar la alarma de las siete de la mañana, como una cansina losa que pesa a distancia, como si despertaras súbitamente en el asiento de atrás de un coche regresando de una boda y, antes de reconocerte, te dieses cuenta de que hay un segundo entre la montaña Pipa y Peñalba, de que hay un pedazo de azul entre la aurora y el primer rayo de sol en el que se puede ver el cielo de nuevo por primera vez; como si el coche entrase en una curva y el mundo se moviese a cámara lenta a través de la ventana, y tú fuera de él y, justo antes de acordarte de que también eres un cuerpo, comprendieses que no puede haber otra verdad que la ausencia total de sentido —y que eso te lo diga el cielo y que no sea malo, solo un pelotazo, una angustia más profunda que la hondura de ningún cuerpo, y que no servir para nada no sea perjudicial, y punto—; después reconocerte y reconocer que no habrías pensado algo así si el cielo de La Vall d'Uixó no te hubiese pillado desprevenido, luego volver a casa, cepillarte los dientes, saludar a tu padre que acaba de levantarse y va en calzoncillos, quitarte el traje que apesta a tabaco y dejarlo en una percha del armario, echarte en la cama en calzoncillos, dormir profundamente.

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