Escribo este post porque necesito explicar qué significa para mí ser editor, aunque no sepa si es a ti a quien quiero explicárselo o a mí mismo; y voy a empezarlo con un recuerdo infantil porque la tentación de embellecerlo es demasiado fuerte.
Tenía entonces unos trece años, estaba tumbado encima de la toalla de mi hermana —tardé bastante en tener una propia—, clavándome en los huesos los cantos rodados de la playa de Chilches y haciéndole compañía a mi madre.
—¿Hoy tampoco te vas a mojar? —me preguntó ella.
—No.
—Ay, hijo, con lo buena que está el agua…
Había ido allí en contra de mi voluntad, pero no me quedaba otra, teniendo en cuenta que mi madre es una mujer y que en este mundo es preferible que una mujer no vaya sola a la playa. Pese a ser tan joven, varias experiencias desagradables hicieron que entendiese bien este punto. Lo que no entendía era lo de la sombrilla.
—Pesa mucho —me dijo mi madre.
—Podríamos llevarla entre los dos.
—No.
No había sombrilla, pues. Por lo tanto, embadurnado hasta las cejas de protector solar, leía bajo una luz cegadora, porque no podía hacer otra cosa. Era eso o morirse de aburrimiento. No entendía cómo a otras personas les bastaba con gastar su tiempo tostándose al sol con los ojos cerrados. No entendía a mi madre. Pero ella a mí tampoco.
—¿Por qué no te traes la pelota y juegas?
Su pregunta hizo que en mi mente se formulase inevitablemente otra: ¿por qué no veía del mismo modo que yo el libro que tenía en las manos, por qué para ella era prácticamente invisible mientras que para mí suponía una aventura absorbente, no solo por parecer inabarcable —tenía más de mil páginas—, sino también por la cantidad de estímulos que me ofrecía? No lo pregunté en voz alta, claro. Me limité a responder:
Me acuerdo perfectamente. De hecho, es la primera experiencia de lectura de la que guardo un recuerdo claro. Pese a su aspecto de haber sido manoseado, tenía la impresión de ser el primero que lo leía, más que nada porque preguntaba por él buscando complicidad con mis familiares y conocidos y no la encontraba. Recuerdo sus tapas, pegadas con celo, tan reblandecidas que parecían de tela, el olor del papel, que era distinto si le daba o no el sol, el tacto de las páginas desgastadas por el tiempo.… Todas sus características físicas estaban inevitablemente unidas a otras de otro tipo, que yo casi podía ver —esa capacidad sinestésica la he ido perdiendo con los años—: la entrada en mi mente infantil de imágenes concebidas en el siglo XVII, palabras a las que accedía por primera vez, recursos retóricos que apenas alcanzaba a vislumbrar, sentimientos que solo llegaba a intuir, interpretaciones personales que se ajustaban al texto solo porque yo no tenía el suficiente bagaje cultural… Y juntos, todos estos estímulos formaban una atmósfera que desprendía la figura total del libro y en la que entraba encantado solo abriéndolo —y a veces ni siquiera necesitaba abrirlo.
De pequeño disfrutaba tanto de mis lecturas que si me hubiesen preguntado qué quería ser de mayor, probablemente hubiese señalado un
libro, no porque quisiese ser uno, sino porque deseaba que mi futuro,
fuera el que fuera, participase de esa atmósfera que ellos destilan.
Tanto es asi que, en mis cumpleaños, cuando la gente me recordaba lo de pedir un deseo antes de soplar las velas, este siempre era el mismo: «libros»; así dicho, sin concretar. Aun hoy, cuando soplo, pienso que si creyese en esas cosas, seguiría pidiendo lo mismo y de forma tan general.
Ahora, después de haber coqueteado con
la filología y la teoría de la literatura académicas, después de
haber trabajado en una distribuidora durante cinco años, me meto a
editor. Es tan obvio el hilo conductor que atraviesa mi vida que
hasta me está dando vergüenza decirlo.
Hace poco, en un taller infantil sobre
el primer título que publicamos mi hermana y yo, Mi juguete favorito, me di cuenta de que este es un paso más hacia el
interior de esa atmósfera que ando buscando desde que soy pequeño.
Es una vuelta —como si me hubiese alejado de esto en algún
momento— a esa situación en la que todos los sentidos están
participando, pero desde otro punto de vista —porque en mi vida
quiero todos esos puntos de vista, como cuando haces fotos a algo que te gusta desde distintos ángulos, pues lo mismo yo con los
libros—. Montar la editorial Ofegabous es dedicar mi vida a
algo que ya conozco de sobra y, al mismo tiempo, un conjunto enorme
de primeras veces.
Viendo a esos niños del taller atendiendo al cuento leído en voz alta, mirando con la boca abierta las ilustraciones proyectadas, manoseando las tapas de tela, pintando una estrella con ceras, con purpurina, pegándola en un mural… pensé que estoy siendo en cierto modo responsable de algunas cosas que se están almacenando en sus mentes, cosas que van más allá del contenido del texto y de las ilustraciones, porque este libro —aunque a mí me cueste un poco más verlo— también desprende una cierta atmósfera que es el resultado de la suma de todas sus características, tanto físicas como abstractas y del modo en que estas se relacionan con las experiencias de sus lectores.
Así es que, pese a que ya no soy un niño, también aprendí algo en ese taller: que ser editor es preparar esa sensación que tanto me gusta para que otros participen de ella, si quieren.
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