Florencia, 12 de marzo
El escritor decía en su nota que
quería entrevistarse conmigo porque, según él, una persona como yo
podría aportarle muchos datos para un libro que andaba componiendo
cuyo personaje principal, casualmente, viajaba a lo largo y ancho del
mundo como yo.
Dijo que había oído hablar
de mí y de las «investigaciones febriles que me llevan a buscar
incansablemente», según sus propias e hinchadas palabras. A buscar
¿el qué? ¿El sentido de la vida acaso? ¿El sentido de mi vida? Es
verdaderamente absurdo.
Su propuesta me produjo una
gran pereza, pero accedí porque, después de haber leído la mayor
parte de las que se suelen llamar Las Grandes Obras de la Literatura
Universal sin haber encontrado en ellas nada interesante, quise investigar —aunque no febrilmente, claro— las razones por las que alguien
podía ansiar la introducción de su nombre en semejante canon.
Giovanni Papini no me defraudó en ese sentido: estaba bastante
seguro de la inmortalidad de su obra. Espero que no dejara entrever
eso en sus escritos —aunque lo dudo, dada su prepotencia—, pues
no hay nada que me repugnara más durante la tortuosa e interminable
labor de lectura que llevé a cabo en su momento.
—Es un hombre inhumano
—comenzó Papini a explicarme al protagonista de su libro—, una
persona sin empatía, una bestia con rostro humano.
Después de que aseverara
aquello pensé que si al menos hubiese elegido otra forma de decir lo
mismo, su descripción no habría sido tan tediosa; pero no,
simplemente había elegido otras palabras. Si hacía eso al hablar,
¿qué no haría al escribir? Y sí, en cuanto empezó a presentarme
su proyecto literario, me pareció que su intención era situar al
protagonista en distintos lugares para describirlo una y otra vez en
una sucesión de fragmentos que eran en realidad como daguerrotipos
de una persona en la misma postura en países distintos, en
situaciones distintas, es decir, que si el libro tenía interés
estaba en el pequeño margen que el voluminoso personaje cedía.
Pero poco a poco me di
cuenta de que no era así. De hecho, el personaje, llamado Gog
—por un pasaje de la Biblia, ni más ni menos—, fue despertando mi simpatía. Papini lo usaba para contraponer lo lógico y lo
científico, claro y sencillo, a lo humano, sucio y complicado. De
hecho, el tal Gog tenía cierta fascinación por la ingeniería
social, que es algo que comparte con algunos dirigentes actuales de varios Estados europeos, por otro lado. A mí me gustaba
precisamente por lo que tenía de radicalmente distinto al propio
Papini. Por ejemplo, Gog era un señor incapaz de tener sentimientos
de los llamados «humanos», pero no imponía su criterio a nadie,
sino que se limitaba a observar sobre su atalaya de superioridad intelectual. Su
creador, sin embargo, se me antojaba burdo en el artificio y,
presentando a Gog como un monstruo, me recordaba a un lechuguino que
quiere impresionar diciendo palabras gruesas y feas. Gog no se
enfrentaba a la estupidez humana, sino que la constataba únicamente
y, de algún modo, la necesitaba, porque no dejaba de buscarla.
Papini, sin embargo, usaba a su personaje para señalar esa
estupidez, como si pretendiese alejarla de sí, como si no
quisiese reconocer que él mismo también era estúpido.
A mitad de la entrevista, y
como vio que yo ya estaba empezando a perder el interés en lo que me
decía, sacó un papel manuscrito de su levita y me pidió leerlo
en voz alta. Accedí, y los dos supimos que era su última
oportunidad para convencerme ¿de qué? Supuestamente había venido
para informarse sobre mi vida, pero lo que había hecho en realidad
era hablarme solo de su libro.
El fragmento que me leyó se
titulaba «El milagro a domicilio», y trataba de una de las
ocurrencias del tal Gog. En este caso había reunido en su casa a cinco
magos que decían hacer milagros, con la intención de que vivieran
en ella el tiempo necesario para que realizaran alguno. Había un
taumaturgo tibetano, un negro wambagwe, un faquir bengalí, un chino taoísta y un ocultista europeo. Al final todos resultaron ser unos farsantes. Cosa del todo
obvia, por otro lado.
Al terminar se me quedó
mirando con una esperanza en su mirada que no supe identificar. No me pude resistir y le hice una pregunta:
—¿Por qué no hay en su
relato ningún presunto santo católico entre los farsantes?
Papini no respondió. Se
limitó a mirarme con cierto desprecio. A mí, he de reconocerlo, me
gustó disgustarle, así que insistí:
—Según usted afirma, ese
tal Gog se rige solo por las leyes de la lógica, y por ello debería
en algún momento desenmascarar la falsedad de la religión católica
también. ¿O eso no le interesa?
Papini mantuvo su silencio. Aún sabiendo la verdad, ese hombre era capaz de afirmar en su libro que el cristianismo era la única religión verdadera y demasiado alta para un ser como Gog. Por alguna razón no se atrevió a abrir la boca frente a mí. No le vi el sentido a su actitud, pero me abstuve de seguir
preguntando. Al fin y al cabo, el suyo era un texto tramposo, como
cualquier texto literario, y para mí carecía, por eso mismo, de
interés.
Le invité a abandonar la habitación, le acompañé a la puerta y, al despedirme, le deseé
suerte, aunque no creo que la necesite una persona con tanta ambición
y sin los escrúpulos necesarios para evitar el sol que más
calienta.
Si tienes curiosidad por el tema, Giovanni Papini al final escribió su libro, que puedes leer aquí.
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Si tienes curiosidad por el tema, Giovanni Papini al final escribió su libro, que puedes leer aquí.
Justo el otro día me estuviste hablando de este tipejo y ahora veo la entrada. :) Qué gusto da leerte, Currín.
ResponderEliminarMuchas gracias, guapi. Por el comentario y por aguantarme el discurso en vivo y en directo!
ResponderEliminarvaya, vaya... :)
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