miércoles, 12 de marzo de 2014

Visita de Giovanni Papini

Florencia, 12 de marzo

El escritor decía en su nota que quería entrevistarse conmigo porque, según él, una persona como yo podría aportarle muchos datos para un libro que andaba componiendo cuyo personaje principal, casualmente, viajaba a lo largo y ancho del mundo como yo.

Dijo que había oído hablar de mí y de las «investigaciones febriles que me llevan a buscar incansablemente», según sus propias e hinchadas palabras. A buscar ¿el qué? ¿El sentido de la vida acaso? ¿El sentido de mi vida? Es verdaderamente absurdo.

Su propuesta me produjo una gran pereza, pero accedí porque, después de haber leído la mayor parte de las que se suelen llamar Las Grandes Obras de la Literatura Universal sin haber encontrado en ellas nada interesante, quise investigar —aunque no febrilmente, claro— las razones por las que alguien podía ansiar la introducción de su nombre en semejante canon. Giovanni Papini no me defraudó en ese sentido: estaba bastante seguro de la inmortalidad de su obra. Espero que no dejara entrever eso en sus escritos —aunque lo dudo, dada su prepotencia—, pues no hay nada que me repugnara más durante la tortuosa e interminable labor de lectura que llevé a cabo en su momento.

—Es un hombre inhumano —comenzó Papini a explicarme al protagonista de su libro—, una persona sin empatía, una bestia con rostro humano.

Después de que aseverara aquello pensé que si al menos hubiese elegido otra forma de decir lo mismo, su descripción no habría sido tan tediosa; pero no, simplemente había elegido otras palabras. Si hacía eso al hablar, ¿qué no haría al escribir? Y sí, en cuanto empezó a presentarme su proyecto literario, me pareció que su intención era situar al protagonista en distintos lugares para describirlo una y otra vez en una sucesión de fragmentos que eran en realidad como daguerrotipos de una persona en la misma postura en países distintos, en situaciones distintas, es decir, que si el libro tenía interés estaba en el pequeño margen que el voluminoso personaje cedía.

Pero poco a poco me di cuenta de que no era así. De hecho, el personaje, llamado Gog —por un pasaje de la Biblia, ni más ni menos—, fue despertando mi simpatía. Papini lo usaba para contraponer lo lógico y lo científico, claro y sencillo, a lo humano, sucio y complicado. De hecho, el tal Gog tenía cierta fascinación por la ingeniería social, que es algo que comparte con algunos dirigentes actuales de varios Estados europeos, por otro lado. A mí me gustaba precisamente por lo que tenía de radicalmente distinto al propio Papini. Por ejemplo, Gog era un señor incapaz de tener sentimientos de los llamados «humanos», pero no imponía su criterio a nadie, sino que se limitaba a observar sobre su atalaya de superioridad intelectual. Su creador, sin embargo, se me antojaba burdo en el artificio y, presentando a Gog como un monstruo, me recordaba a un lechuguino que quiere impresionar diciendo palabras gruesas y feas. Gog no se enfrentaba a la estupidez humana, sino que la constataba únicamente y, de algún modo, la necesitaba, porque no dejaba de buscarla. Papini, sin embargo, usaba a su personaje para señalar esa estupidez, como si pretendiese alejarla de sí, como si no quisiese reconocer que él mismo también era estúpido.

A mitad de la entrevista, y como vio que yo ya estaba empezando a perder el interés en lo que me decía, sacó un papel manuscrito de su levita y me pidió leerlo en voz alta. Accedí, y los dos supimos que era su última oportunidad para convencerme ¿de qué? Supuestamente había venido para informarse sobre mi vida, pero lo que había hecho en realidad era hablarme solo de su libro.

El fragmento que me leyó se titulaba «El milagro a domicilio», y trataba de una de las ocurrencias del tal Gog. En este caso había reunido en su casa a cinco magos que decían hacer milagros, con la intención de que vivieran en ella el tiempo necesario para que realizaran alguno. Había un taumaturgo tibetano, un negro wambagwe, un faquir bengalí, un chino taoísta y un ocultista europeo. Al final todos resultaron ser unos farsantes. Cosa del todo obvia, por otro lado.

Al terminar se me quedó mirando con una esperanza en su mirada que no supe identificar. No me pude resistir y le hice una pregunta:

—¿Por qué no hay en su relato ningún presunto santo católico entre los farsantes?

Papini no respondió. Se limitó a mirarme con cierto desprecio. A mí, he de reconocerlo, me gustó disgustarle, así que insistí:

—Según usted afirma, ese tal Gog se rige solo por las leyes de la lógica, y por ello debería en algún momento desenmascarar la falsedad de la religión católica también. ¿O eso no le interesa?

Papini mantuvo su silencio. Aún sabiendo la verdad, ese hombre era capaz de afirmar en su libro que el cristianismo era la única religión verdadera y demasiado alta para un ser como Gog. Por alguna razón no se atrevió a abrir la boca frente a mí. No le vi el sentido a su actitud, pero me abstuve de seguir preguntando. Al fin y al cabo, el suyo era un texto tramposo, como cualquier texto literario, y para mí carecía, por eso mismo, de interés.

Le invité a abandonar la habitación, le acompañé a la puerta y, al despedirme, le deseé suerte, aunque no creo que la necesite una persona con tanta ambición y sin los escrúpulos necesarios para evitar el sol que más calienta.

——o0o——

Si tienes curiosidad por el tema, Giovanni Papini al final escribió su libro, que puedes leer aquí.

3 comentarios:

  1. Justo el otro día me estuviste hablando de este tipejo y ahora veo la entrada. :) Qué gusto da leerte, Currín.

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  2. Muchas gracias, guapi. Por el comentario y por aguantarme el discurso en vivo y en directo!

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