sábado, 24 de mayo de 2014

Decirte

Después te arropo. No sé si tienes frío o no, pero creo que te vas a quedar dormida dentro de poco y es mejor que estés tapada. Meto la mano por debajo del edredón y toco tu espalda desnuda. Me pregunto por qué lo he hecho. Me siento muy consciente de cada cosa que pasa a mi alrededor y de lo que hago, por eso me sorprende no tenerlo claro en este caso. No he conectado mi mano a tu espalda porque quiera comprobar la temperatura de tu cuerpo. Tampoco era por notar el tacto de tu piel. Es simplemente que quería seguir conectado a ti de algún modo físico. Me parece normal y bueno y ya no me pregunto más.

Desde aquí me apetece decirte que te quiero, pero no recordar que hay lugares desde los que no quiero decírtelo. Esos que me veo obligado a recorrer a diario y de los que conozco cada detalle y a los que no pienso dedicar una palabra más. Como te has quedado dormida ya —lo sé ahora por tu respiración—, no tiene sentido decirte nada, así que me callo. Pero creo que lo importante son las ganas. No sé qué sería de mí sin las ganas.

Estoy a gustito y se me ocurre la nefasta idea de decirte. O sea, lo que viene a ser describir a «la mujer que me acompaña», aquello que suele devenir en frases que dan tanto repelús como «ella es hermosa». Pero pienso que yo sería capaz de hacerlo bien, de describirte como lo hace la Woolf, de mostrarte sin poseerte, de renunciar a la prepotencia de creer que puedo definirte con precisión, que puedo saber más de ti de lo que tú sabes, renunciar a la pretensión de decirte sin tu voz. Pero al mismo tiempo pienso que quizá esto de sentirme capaz de algo así no es más que una excusa para hacer precisamente lo que todo el mundo hace y a mí me aburre tanto. Me doy cuenta de que el riesgo es demasiado alto. Prefiero callarme la boca.

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