sábado, 25 de octubre de 2014

Ancillary Justice

La historia que contiene Ancillary Justice es atractiva ya desde la base, porque la primera persona que la narra fue en su día una nave espacial llamada Justice of Toren, pero ahora no es más que una soldado que parece humana. El hecho que hace esto posible es el mismo que justifica el título de la novela: en el Imperio Radchaai las transportadoras de tropas pueden compartir conciencia con miles de «auxiliares» (ancillaries), prisioneras de guerra a quienes se les ha vaciado la mente para convertirlas en soldados. ¿Por qué la colosal nave espacial Justice of Toren ya no es más que una sola de sus unidades auxiliares? Si queréis saberlo ahí tenéis la novela, donde Ann Leckie lo cuenta todo muy bien. Yo no quiero espoilearos demasiado aquí. Esto es solo una reseña.


Para empezar es inevitable comparar el universo que aparece en este libro con el que creó Ursula K. Le Guin para su ciclo del Ekumen. De las dos partes en que se puede dividir la novela —dos momentos distintos de la historia que se van alternando en los capítulos—, una se parece tanto a La mano izquierda de la oscuridad que es imposible no pensar en un homenaje o en un diálogo intencionado con ella. Varios puntos en los que se acercan son: la historia de amistad entre dos seres de distinta naturaleza, la piel oscura de los personajes, la semejanza de algunos nombres (Genly Ai/Denz Ay y Estraven/Seivarden), la ausencia de un amor romántico central en la trama —¡gracias, Ann Leckie!—, el viaje cruzando un mundo helado, el interés por la antropología y, sobre todo, su forma de tratar el género. No es que Leckie haya usado el recurso del hermafroditismo secuencial de Le Guin, ni mucho menos, pero sí ahonda en la problemática del binarismo de género.

martes, 7 de octubre de 2014

Te echo de menos

Últimamente me haces pensar en aquel gemelo malo —¿te acuerdas?— que decías ver en mis ojos cuando te sentabas en un bordillo a llorar y yo, llorando también, pero empecinado en ayudar, hacía todo lo contrario repitiéndote que el negro era negro y el blanco, blanco, como si a alguien le importase.

A mí me molestaba tu intuición porque en el fondo sabía que esa parte de mí existía y que desde algún lugar vertía quién sabe qué fluidos, quién sabe qué ideas. Me molestaba tu intuición porque era posible que mi concepción del mundo estuviese ligeramente distorsionada por una pequeña variable, lo suficientemente grande como para que todo estuviese equivocado, sin parecerlo. Un pequeño error, pero uno en la base. Por ejemplo, creer que el negro es perfectamente distinguible del blanco.

Ese gemelo era entonces una parte de mí que actuaba en contra del resto, un sabotaje que venía del interior, un tropiezo por dentro.

Es verdad que también agradecía tu intuición. Siempre he sido un entusiasta de alzar las armas contra uno mismo, de frotar hasta romper si hace falta en el aseo personal. Siempre he sido partidario de la represión, si es uno mismo quien se la infringe. Ese gemelo malo que decías ver en mis ojos era otra buena excusa —y lo fue— para levantar barreras, cavar fosas y silenciar voces en este vasto espacio imaginario que soy yo.

Pero tú eres distinta: en tu caso el enemigo siempre fue externo, y se acercaba haciendo aspavientos, señalándose a sí mismo con un enorme indicador rojo que a veces solo tú veías. Tu intuición es para los demás, y para ti no tienes. Por estar tan segura de ti misma, de tus aptitudes, por tener tan claro que pudiste estar equivocada, paradójicamente, no tienes en tu interior forjas encendidas, no tienes altas almenas, ni ejércitos veteranos. Aunque alcances a ver de dónde viene el ataque, no puedes más que lanzar piedras del camino a la lejanía.

Últimamente me haces recordar aquel gemelo malo que decías ver en mis ojos, y es que ahora te vuelves a sentar en un bordillo y, llorando, andas empecinada en andar tras la verdad, como si a alguien le importase. Y no sabes lo que yo, llorando también a tu lado, te echo de menos.