La duquesa rompió al sentarse igual que rompe una ola, avanzando y salpicando, derramándose sobre Oliver Bacon, quien nunca llegó a comprender —a él, el joyero más famoso de Bond Street, ¿cómo podía preocuparle eso?— que el misterio no era en realidad bajar al fondo del mar para encontrar algo que se ha perdido. Lo que verdaderamente importaba a Oliver Bacon era ganar un fin de semana con la hija de la duquesa —¡cabalgando a solas por el bosque con Diana!—, adivinar el modo en que mueven sus alas los que vuelan, transportar mercancías a todos los puertos, alcanzar la inviolable cima de la montaña… No era de extrañar, porque después de todo el viejo Oliver tenía la misma apariencia de molusco que el resto de habituales del balneario, como si alguien les hubiera sacado el animal con la punta de un alfiler y sólo quedaran los caparazones. Nadie en toda su larga vida le pidió que actuase de otro modo. Ninguna necesidad tenía él de intuir que Diana andaba buscando cierta cosa y que ella misma, desde el centro de las entretelas de su corazón, sabía que esa cosa estaba justo en un lugar en el que nunca había estado —físicamente, se entiende—. En este caso el misterio era la consciencia de que se ha perdido algo, y de que ese algo se halla precisamente en el fondo del mar, pues la marea parece subir y bajar eternamente en el balneario.
(Lectura de The Duchess and the Jeweller y The Watering Place)