domingo, 23 de mayo de 2010

Rapunzel

Llevo toda la semana pensando en que la solución tiene que pasar necesariamente por un enfoque espacial del problema. Una fiesta, por ejemplo, hace que las cosas fluyan mejor o que ofrezcan mayor resistencia, porque hacer planes para los demás es un regalo y una putada al mismo tiempo. Y precisamente esta noche, caminando por el almacén, allá abajo entre todos los invitados, ella no sólo era preciosa.
Llevo toda la semana intentando escribir sobre Rapunzel, porque su problema es el mismo. Se trata de otra cuestión espacial. Y precisamente esta mañana, antes de despertar, algo había hecho que el día de hoy ya fuese importante. [El sueño empieza con mi hermana pidiéndome que la siga. Después ella se cuela en el interior de un agujero de la pared, cerca del suelo, oscuro y presumiblemente sucio. No me atrevo a entrar enseguida. Primero paso la mano por dentro y saco fuera hojas secas. Parece que no hay más que eso en el agujero y por fin me decido a entrar. Llego así a una nave industrial abandonada de cuyo techo cuelga una cuerda que llega al suelo. Trepo por ella, pero de repente tres chicas guapas me persiguen. Retomo con más ganas mi escalada porque no quiero que nadie me acompañe. Me doy cuenta de que si no fuera por ellas —por mi deseo de perderlas de vista— nunca hubiera encontrado la fuerza suficiente para retomar el ascenso. Llego arriba del todo y las tres chicas son pequeñas figuritas de barro que deshago con las manos queriendo sólo articular sus miembros para comprobar si es posible jugar con ellas. En la pared hay una puerta normal, de las que dan paso a una habitación cualquiera en una vivienda cualquiera. Detrás de ella encuentro un espacio que me resulta familiar, aunque nunca antes haya recorrido ese trayecto para llegar a ningún lugar y nunca antes haya abierto la puerta que lleva a él. Una ventana da al exterior, por ella entra mucha luz y a lo lejos deja ver un edificio hecho con sillares. Quizá sea una iglesia, quizá un castillo. El silencio es absoluto y yo siento que la habitación es un lugar agradable. Hay una estantería con libros, un sillón con pinta de ser cómodo y una cama. Me doy cuenta de que la cama es la mía, es decir, la que tengo yo en mi casa, la misma. Sobre ella está también mi libreta con un poema a medio escribir tal y como la dejé antes de salir de casa a toda prisa. «Dad miel a los monos» es el último verso que llegué a garrapatear. Debajo alguien ha escrito «sigue dando de comer a esos monos». Reconozco la letra de mi hermana y me alegro de que me apoye en algo tan íntimo. Contento, me siento en el sillón a leer y disfrutar de esa habitación que es en parte un lugar que todavía no había alcanzado y en parte un fragmento ya conquistado de mi propia casa]. Al despertar he recordado de golpe mi barba, la ducha, la música y el pendrive. Y la licorera. Después he salido de casa casi corriendo y con la sensación de avanzar despacio por más rápido que quisiera ir, pero esto era porque tenía todavía un pie en mi sueño y otro en la calle, y así ha sido durante todo el día.
Llevo toda la semana queriendo representar dos espacios para Rapunzel. Uno interior —éste iría entre corchetes— y otro exterior. Trazar un surco que sé que no existe. Inventar una línea imaginaria para que cada vez que está muerta le digáis —creáis— que de la madera pueden salir nuevos brotes. Que las paredes desaparecen al atardecer. Las sábanas como sistemas montañosos del revés —en los que la tierra es aire y el aire tierra— frente a los árboles meciéndose con el viento y los enamorados en el parque. Aquellas habitaciones iluminadas más allá de la avenida frente a los rincones simulados en su vientre por el reflejo de un rayo de sol a cierta hora de la tarde. La misma Rapunzel frente a la Rapunzel del espejo —prohibido mirarse en él cuando reina la penumbra—. Como si la esperanza y la belleza tuvieran una relación tan estrecha. Como si ya no importara mucho que sean los tristes quienes esperan.
Desearía que Rapunzel pudiera por una vez elegir entre lo que tiene más cerca y la verdad, pues en la fiesta se asomaba a la ventana y lanzaba sus trenzas —era verdaderamente conmovedor verla hacer eso— hacia el almacén porque abajo estaba ella y, como hemos dicho, no sólo era preciosa. Pero todos sabemos ya —hemos sabido siempre— de qué sirve serlo. Y de qué sirve esperar.

3 comentarios:

  1. Todo lo que pueda decir sobre esta entrada está de más. Créeme.
    Tengo ganas de que me deje fría algo que escribas, Currín! :D

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  2. ...y porqué alguien - me pregunto - quisiera ser negro - sin ninguna intención racista en la palabra - cuando su nombre podría perfectamente aparecer en la portada de un libro?

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  3. ¡Ay, me han pillado!
    Supongo que es porque poner tu verdadero nombre en una portada es pretender que lo que viene dentro vale la pena. Y eso es mucho más complicado que escribirlo...

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