La noche en que la niña entró en el ACMÉ, Necker todavía trabajaba allí. Fue sobre la medianoche cuando apareció con un chico a un lado y una chica al otro. Él, el chico, hablaba de sí mismo, hablaba sin parar, salpicaba al hablar y, cuanto más bebía —pudo comprobarse poco después—, más salpicaba y más hablaba. Ella, la chica, miraba a un lado y a otro y procuraba estar bonita, brillar, sonreír, ser suficientemente infantil.
A Necker le resultó extraña y normal la presencia de estos tres individuos. Sirvió las copas que le pidieron como quien no las sirve y después se agachó para llenar el lavavajillas, ignorándolos, mientras todo su ser se inclinaba hacia ellos porque quería comprenderlos.
Desde el primer momento saltaba a la vista la conexión. Necker era un cuerpo que avanzaba al mismo tiempo en los dos sentidos de cualquier dirección y la niña era un cuerpo dividido en dos mitades enfrentadas de tal manera que hacían apenas posible el movimiento. Era del todo irrelevante cuál de los dos estuviera dentro o fuera de la barra.
En un momento de la noche dos guiris en minifalda pidieron sus copas y, como si la espalda de la niña no fuera en realidad la espalda de una persona y precisamente porque lo era, una de ellas deslizó sus dedos despacio por allí desde la nuca a la rabadilla, muy lentamente, como una caricia de amante a primera hora de la mañana y como quien pretende accionar un interruptor. Necker les sirvió las copas mirando a los ojos de la niña y supo así que nadie en todo el ACMÉ había comprendido que ella era en realidad una niña, porque al mismo tiempo no sólo era eso. Claro, el chico a un lado, la chica al otro y ella precisamente en medio, pensó Necker. Un puente, un espacio transitable, dos cosas a la vez y ninguna de ellas.
Excitada íntimamente por aquella caricia de una extraña —no necesitó comprobar que se trataba de una mano de mujer—, la niña se vio obligada a entrecerrar los ojos y conectó con los de Necker. En ellos se vio a sí misma dos veces y no se sorprendió demasiado por haber olvidado una vez más la ambivalencia de su identidad. Luego miró a su alrededor y pensó dejadme en paz, yo sólo quiero volar. Se detuvo. Pero en realidad no es eso. Incluso su mirada se detuvo al observar la caña que había entre su dedo índice y pulgar. ¿Qué es lo que quiero en realidad? Alzó los ojos y los hizo coincidir de nuevo con los de Necker que, como ella misma ya había intuido, estaban allí esperándola. Es sorprendente y de algún modo intrigante el hecho de que ellos dos se parecieran tanto… Se sonrieron como uno se sonríe en el espejo al verse menos ojeroso.
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