Pero la casa también puede empezar, por ejemplo, por el cuarto de baño; porque al fin y al cabo está al lado de la puerta de entrada —que es, digamos, el comienzo oficial—. Allí hay un inodoro, un espejo y está Diego.
«Inmediatamente después de los azulejos hay algo», piensa mientras mea sentado y observa la pared de su izquierda. «No se trata de la calle en concreto ni del exterior en general. Tampoco de la pared. Es justo lo que hay entre ella y la parte de atrás del azulejo. No es que ese lugar sea importante. Más bien lo es que seamos conscientes de su existencia, de que está ahí aunque no lo veamos».
Después Diego tira de la cadena y pone en marcha así una vez más un circuito abierto que es recorrido a trompicones. Como le dicta la costumbre, se lava las manos y evita mirarse en el espejo; y sigue pensando.
«Que yo sea otro es físicamente imposible. No pueden darse dos cosas en un mismo espacio. Sin embargo, cualquier espejo me ofrece la posibilidad de ese espacio doble que necesito para ser yo y otro al mismo tiempo». Entonces quiere comprobar que es cierto lo que piensa y clava sus ojos en el reflejo que clava sus ojos en él. «Es divertido jugar a adivinar qué estará pensando ese de ahí», dice para sí mismo, «como si fuera posible». Diego sabe que puede meter el brazo hasta el codo en ese espacio insinuado justo enfrente con un realismo brutal. Sigue mirando su reflejo y no le resulta difícil desvincularse de él, quitárselo de encima. Así nota el odio ajeno. Inspirado por él mismo, claro, pero originario del otro lado. Y el placer que le produce ese odio. «Puedo meter allí cualquier cosa», piensa.
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