Pero, si nos ponemos serios, el centro neurálgico de la casa es sin duda la cocina. La razón es simple: es el único lugar en el que se concentran partes relevantes de los tres circuitos: el del agua, el del gas y el de la electricidad. Por eso Lara aplasta con el dedo una hormiga que bordeaba el fregadero y con su cuerpo duro va haciendo una bola moviendo el índice y el pulgar. Después abre el grifo y el agua muy caliente lava sus dedos. Lo que había podido quedar de la hormiga en ellos se escurre por el desagüe. «Vuelve al lugar del que procedes, piensa Lara, sea el que sea».
Un centro es un deseo constante, un lugar que siempre ansía ser rellenado con cualquier cosa. De ahí el poder de atracción que ejerce, el tránsito continuo en que éste deriva y el hecho de que cada visitante sienta la necesidad de depositar algo representativo, un recuerdo de sus hogares, un souvenir del revés. Pero esos objetos no pueden permanecer allí mucho tiempo sin rivalizar entre ellos porque —y esto todo el mundo lo sabe, aunque nunca nadie lo tenga presente— cualquier centro sólo puede estar ocupado por una única cosa cada vez. Es por eso por lo que Lara esparce clavo y cortezas de pepino adivinando las invisibles rutas de ácido fórmico, sitúa negras trampas circulares en las últimas esquinas, esparce veneno naranja alrededor del cubo de la basura y busca. «Debéis de entrar por algún lugar, piensa Lara, y yo he de encontrarlo». Barre a conciencia mientras rastrea, y mantiene limpio el centro de la casa para que ningún intruso pueda llevarse nada de él.
—Desapareceréis —dice Lara en voz baja— tarde o temprano —y levanta una bayeta amarilla. Son desvelados así pequeños puntos inquietos y negros que se mueven sin rumbo. Habían elegido aquel manto húmedo para aliviarse del agobiante calor de agosto. Los sádicos dedos de Lara parecen ahora una ametralladora.
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