martes, 31 de julio de 2012
lunes, 9 de julio de 2012
Una lucecita pálida (y moralmente reprobable)
Cuando era pequeñito en el día de mi santo mis padres me llevaban a una librería y me decían: «elige». No hay ningún recuerdo de mi infancia que me guste más.
Me acuerdo muy bien de que un año, después de mi investigación, quedaron dos libros finalistas y se los mostré a mis padres. En una mano tenía Frankenstein de Mary Shelley y en la otra El bosque animado de Wenceslao Fernández Florez.
—Yo creo que es más para tu edad el del bosque, ¿no? —me dijo mi madre.
En realidad se equivocaba, pero de buena fe. Pese a todo, leí El bosque animado y lo disfruté mucho. Incluso cuando se reía de los comunistas sin yo saberlo. Siendo un poco más mayor se lo dejé a un amigo y nunca me lo devolvió. Aquel chico no tenía ni idea de lo que ese libro significaba para mí.
El otro día lo compré por dos euros en una librería de viejo y lo primero que hice fue releer un relato que se llama Una lucecita pálida y que recuerdo perfectamente haber leído de pequeño en el chalet de mis abuelos en Xilxes. Fue en la habitación que compartíamos mi hermano, mi padre, mi madre y yo, pero estaba solo por alguna razón que no recuerdo. Mi abuelo nunca nos dejaba encender la luz por tacañería. Ni cuando hacía falta. Así que tuve que leer moviendo el libro para que las palabras entrasen en un pequeño rayo de la luz amarilla que venía de la farola de la calle. Esto no evitó que aquel relato me marcara profundamente. Desde ese día quise ser como el personaje principal, es decir, un gusano bueno y sacrificado que recorre el mundo en busca de la razón por la que es tan y tan feo, mientras ayuda a todo aquel que se encuentra.
Ahora, después de la relectura, no puedo estar más cabreado con Wenceslao Fernández Flórez. Para que os hagáis una idea de por qué, aquí viene el fragmento que me ha movido a escribir este post:
«Por aquel entonces [el gusano feo y bueno] se enamoró de otra luciérnaga. Durante algún tiempo pensó en desistir de sus ansias de perfección y crear una honrada familia en cualquier frondosa mata de la selva, pero le conmovió el dolor de un rival. Otro gusano que amaba a la misma luciérnaga quiso olvidar en la muerte su fracaso. El vermes peregrino lo contuvo.
—Sé bueno con ella —dijo—. Yo seré el que se vaya.
—¿Cómo podré pagarte este favor? —le preguntó el rival.
—Poned mi nombre a vuestro primer hijo.
—Así se hará —ofreció el gusano con tan profunda emoción, que se olvidó de preguntarle cómo se llamaba.
Aquel sacrificio fue muy doloroso para el peregrino y aun le pareció que la herida causada por el renunciamiento en su corazón no se curaría nunca; pero se fortaleció pensando que había procurado la ajena felicidad».
Y yo ahora me cabreo y hago las preguntas que no fui capaz de hacer de pequeño: ¿y la luciérnaga? ¿No tiene nada que decir? ¿No importa su elección? ¿Por qué es más importante procurar la felicidad ajena en el gusano que en la luciérnaga? ¿Acaso ella no está también sacrificando su amor? ¿Es que su sacrificio vale menos?
Maldita moral de pacotilla. Hoy sé que debí haber escogido Frankenstein.
Me acuerdo muy bien de que un año, después de mi investigación, quedaron dos libros finalistas y se los mostré a mis padres. En una mano tenía Frankenstein de Mary Shelley y en la otra El bosque animado de Wenceslao Fernández Florez.
—Yo creo que es más para tu edad el del bosque, ¿no? —me dijo mi madre.
En realidad se equivocaba, pero de buena fe. Pese a todo, leí El bosque animado y lo disfruté mucho. Incluso cuando se reía de los comunistas sin yo saberlo. Siendo un poco más mayor se lo dejé a un amigo y nunca me lo devolvió. Aquel chico no tenía ni idea de lo que ese libro significaba para mí.
El otro día lo compré por dos euros en una librería de viejo y lo primero que hice fue releer un relato que se llama Una lucecita pálida y que recuerdo perfectamente haber leído de pequeño en el chalet de mis abuelos en Xilxes. Fue en la habitación que compartíamos mi hermano, mi padre, mi madre y yo, pero estaba solo por alguna razón que no recuerdo. Mi abuelo nunca nos dejaba encender la luz por tacañería. Ni cuando hacía falta. Así que tuve que leer moviendo el libro para que las palabras entrasen en un pequeño rayo de la luz amarilla que venía de la farola de la calle. Esto no evitó que aquel relato me marcara profundamente. Desde ese día quise ser como el personaje principal, es decir, un gusano bueno y sacrificado que recorre el mundo en busca de la razón por la que es tan y tan feo, mientras ayuda a todo aquel que se encuentra.
Ahora, después de la relectura, no puedo estar más cabreado con Wenceslao Fernández Flórez. Para que os hagáis una idea de por qué, aquí viene el fragmento que me ha movido a escribir este post:
«Por aquel entonces [el gusano feo y bueno] se enamoró de otra luciérnaga. Durante algún tiempo pensó en desistir de sus ansias de perfección y crear una honrada familia en cualquier frondosa mata de la selva, pero le conmovió el dolor de un rival. Otro gusano que amaba a la misma luciérnaga quiso olvidar en la muerte su fracaso. El vermes peregrino lo contuvo.
—Sé bueno con ella —dijo—. Yo seré el que se vaya.
—¿Cómo podré pagarte este favor? —le preguntó el rival.
—Poned mi nombre a vuestro primer hijo.
—Así se hará —ofreció el gusano con tan profunda emoción, que se olvidó de preguntarle cómo se llamaba.
Aquel sacrificio fue muy doloroso para el peregrino y aun le pareció que la herida causada por el renunciamiento en su corazón no se curaría nunca; pero se fortaleció pensando que había procurado la ajena felicidad».
Y yo ahora me cabreo y hago las preguntas que no fui capaz de hacer de pequeño: ¿y la luciérnaga? ¿No tiene nada que decir? ¿No importa su elección? ¿Por qué es más importante procurar la felicidad ajena en el gusano que en la luciérnaga? ¿Acaso ella no está también sacrificando su amor? ¿Es que su sacrificio vale menos?
Maldita moral de pacotilla. Hoy sé que debí haber escogido Frankenstein.
sábado, 7 de julio de 2012
El cielo de La Vall d'Uixó
Uno necesita ver primero todas las demás diferencias entre Madrid y La Vall d'Uixó para percatarse de la mayor, aunque sea la más evidente. A mí, por ejemplo, me ha costado seis años darme cuenta de que en Madrid la cantidad de cielo es prácticamente despreciable, mientras que en La Vall d'Uixó la bóveda celeste parece decirle a todas tus ganas: «¿para qué?, ¿es que no te das cuenta de que nunca llegas, de que nunca acabo?»; como si la distancia que hay entre ella y la tierra fuese infinita, pero sintiésemos al mismo tiempo su enormidad a la hora de apagar la alarma de las siete de la mañana, como una cansina losa que pesa a distancia, como si despertaras súbitamente en el asiento de atrás de un coche regresando de una boda y, antes de reconocerte, te dieses cuenta de que hay un segundo entre la montaña Pipa y Peñalba, de que hay un pedazo de azul entre la aurora y el primer rayo de sol en el que se puede ver el cielo de nuevo por primera vez; como si el coche entrase en una curva y el mundo se moviese a cámara lenta a través de la ventana, y tú fuera de él y, justo antes de acordarte de que también eres un cuerpo, comprendieses que no puede haber otra verdad que la ausencia total de sentido —y que eso te lo diga el cielo y que no sea malo, solo un pelotazo, una angustia más profunda que la hondura de ningún cuerpo, y que no servir para nada no sea perjudicial, y punto—; después reconocerte y reconocer que no habrías pensado algo así si el cielo de La Vall d'Uixó no te hubiese pillado desprevenido, luego volver a casa, cepillarte los dientes, saludar a tu padre que acaba de levantarse y va en calzoncillos, quitarte el traje que apesta a tabaco y dejarlo en una percha del armario, echarte en la cama en calzoncillos, dormir profundamente.
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