Hace unos días estaba muy cachondo,
realmente cachondo, solo en casa y manos a la obra, es decir, estaba
masturbándome. En la cabeza me daban vueltas las palabras de Diana
J. Torres: «cualquier persona que tenga una próstata dentro del
culo puede tener un orgasmo maravilloso con ella».
Y la idea de explorarme me ponía todavía más cachondo. Miré de
reojo el Pornoterrorismo, que ahora tengo en la mesita de
noche porque una buena amiga me lo ha dejado y que sería lectura
obligatoria en los institutos si viviésemos en un mundo sexualmente
sano. La decisión, pues, estaba tomada.
Pero uno no puede meterse algo por el
culo así, sin más, de modo que necesitaba ayuda. Pensé en qué
había dentro de mi habitación que me pudiese servir. No quería
salir al pasillo, que llegasen por sorpresa mis compañeras de piso y
me pillasen yendo de un lado a otro empalmado; y, la verdad, tampoco
se me ocurría nada que pudiese serme útil en toda la casa. De
repente, me acordé de algo que me hizo levantarme y abrir el
armario. Escarbé en los cajones, abrí cajas, desparramé los
apuntes de la carrera y el abrigo sobre la cama… y al final
encontré lo que buscaba: una bolsa del Mercadona con un tarro grande
de vaselina. Compré aquello hace bastantes años. Acababa de leer el Manifiesto contrasexual de Paul B. Preciado, no quise ir a un sex shop para comprar lubricante y estaba
claramente enfocado al ano. Recuerdo que me masturbé con un dedo
metido. No fue nada espectacular. Supongo que por eso no repetí.
Lo del otro día fue distinto porque
esta vez estaba claramente enfocado a la próstata. Y esa vaselina me
venía de maravilla. Recuerdo que, fugazmente, me pregunté si esas
cosas caducaban, pero estaba demasiado cachondo como para pensar
racionalmente. De hecho, mi prioridad en la vida en ese momento era
correrme. Todo lo demás había pasado a formar parte de un conjunto
confuso llamado «ya lo pensaré luego».
Me metí el dedo sin problemas y por
fin seguí masturbándome. Pero todo cambió al tocar, casi por
casualidad —ni siquiera me había informado mínimamente de su
ubicación—, cierto «bultito». Tuve que cambiar de postura para
llegar mejor con el dedo corazón y comprobé que si me sentaba sobre
mi mano, apenas tenía que hacer fuerza. Me corrí enseguida, y no
fue una corrida normal.
La distancia que hay entre añadir la
estimulación de la próstata a la masturbación y no hacerlo es
abismal, nunca mejor dicho, porque se trata de dos niveles distintos: el superficial y el profundo. Lo que un hombre espera cuando se le dice que el placer será mayor es solo un placer más evidente, más explosivo… pero en este caso es todo lo contrario. De hecho, la primera sensación que tienes es de que no está pasando nada, de que nada se ha añadido a lo que ya había, pero luego, de algún modo, sigues y sigues hasta darte cuenta, incluso puede que cuando ya hayas terminado, de que el placer ha sido mucho más intenso, aunque también mucho más disimulado. Esto es extraño, ya digo, para cualquier hombre. Es para mí difícil de explicar bien, pero
lo intentaré. Para ello tendré que contarte primero un asunto
personal que solo he superado —y solo en parte— llegando a la
treintena. Y sí, es un asunto sexual.