domingo, 30 de mayo de 2010
domingo, 23 de mayo de 2010
Rapunzel
Llevo toda la semana pensando en que la solución tiene que pasar necesariamente por un enfoque espacial del problema. Una fiesta, por ejemplo, hace que las cosas fluyan mejor o que ofrezcan mayor resistencia, porque hacer planes para los demás es un regalo y una putada al mismo tiempo. Y precisamente esta noche, caminando por el almacén, allá abajo entre todos los invitados, ella no sólo era preciosa.
Llevo toda la semana intentando escribir sobre Rapunzel, porque su problema es el mismo. Se trata de otra cuestión espacial. Y precisamente esta mañana, antes de despertar, algo había hecho que el día de hoy ya fuese importante. [El sueño empieza con mi hermana pidiéndome que la siga. Después ella se cuela en el interior de un agujero de la pared, cerca del suelo, oscuro y presumiblemente sucio. No me atrevo a entrar enseguida. Primero paso la mano por dentro y saco fuera hojas secas. Parece que no hay más que eso en el agujero y por fin me decido a entrar. Llego así a una nave industrial abandonada de cuyo techo cuelga una cuerda que llega al suelo. Trepo por ella, pero de repente tres chicas guapas me persiguen. Retomo con más ganas mi escalada porque no quiero que nadie me acompañe. Me doy cuenta de que si no fuera por ellas —por mi deseo de perderlas de vista— nunca hubiera encontrado la fuerza suficiente para retomar el ascenso. Llego arriba del todo y las tres chicas son pequeñas figuritas de barro que deshago con las manos queriendo sólo articular sus miembros para comprobar si es posible jugar con ellas. En la pared hay una puerta normal, de las que dan paso a una habitación cualquiera en una vivienda cualquiera. Detrás de ella encuentro un espacio que me resulta familiar, aunque nunca antes haya recorrido ese trayecto para llegar a ningún lugar y nunca antes haya abierto la puerta que lleva a él. Una ventana da al exterior, por ella entra mucha luz y a lo lejos deja ver un edificio hecho con sillares. Quizá sea una iglesia, quizá un castillo. El silencio es absoluto y yo siento que la habitación es un lugar agradable. Hay una estantería con libros, un sillón con pinta de ser cómodo y una cama. Me doy cuenta de que la cama es la mía, es decir, la que tengo yo en mi casa, la misma. Sobre ella está también mi libreta con un poema a medio escribir tal y como la dejé antes de salir de casa a toda prisa. «Dad miel a los monos» es el último verso que llegué a garrapatear. Debajo alguien ha escrito «sigue dando de comer a esos monos». Reconozco la letra de mi hermana y me alegro de que me apoye en algo tan íntimo. Contento, me siento en el sillón a leer y disfrutar de esa habitación que es en parte un lugar que todavía no había alcanzado y en parte un fragmento ya conquistado de mi propia casa]. Al despertar he recordado de golpe mi barba, la ducha, la música y el pendrive. Y la licorera. Después he salido de casa casi corriendo y con la sensación de avanzar despacio por más rápido que quisiera ir, pero esto era porque tenía todavía un pie en mi sueño y otro en la calle, y así ha sido durante todo el día.
Llevo toda la semana queriendo representar dos espacios para Rapunzel. Uno interior —éste iría entre corchetes— y otro exterior. Trazar un surco que sé que no existe. Inventar una línea imaginaria para que cada vez que está muerta le digáis —creáis— que de la madera pueden salir nuevos brotes. Que las paredes desaparecen al atardecer. Las sábanas como sistemas montañosos del revés —en los que la tierra es aire y el aire tierra— frente a los árboles meciéndose con el viento y los enamorados en el parque. Aquellas habitaciones iluminadas más allá de la avenida frente a los rincones simulados en su vientre por el reflejo de un rayo de sol a cierta hora de la tarde. La misma Rapunzel frente a la Rapunzel del espejo —prohibido mirarse en él cuando reina la penumbra—. Como si la esperanza y la belleza tuvieran una relación tan estrecha. Como si ya no importara mucho que sean los tristes quienes esperan.
Desearía que Rapunzel pudiera por una vez elegir entre lo que tiene más cerca y la verdad, pues en la fiesta se asomaba a la ventana y lanzaba sus trenzas —era verdaderamente conmovedor verla hacer eso— hacia el almacén porque abajo estaba ella y, como hemos dicho, no sólo era preciosa. Pero todos sabemos ya —hemos sabido siempre— de qué sirve serlo. Y de qué sirve esperar.
Llevo toda la semana intentando escribir sobre Rapunzel, porque su problema es el mismo. Se trata de otra cuestión espacial. Y precisamente esta mañana, antes de despertar, algo había hecho que el día de hoy ya fuese importante. [El sueño empieza con mi hermana pidiéndome que la siga. Después ella se cuela en el interior de un agujero de la pared, cerca del suelo, oscuro y presumiblemente sucio. No me atrevo a entrar enseguida. Primero paso la mano por dentro y saco fuera hojas secas. Parece que no hay más que eso en el agujero y por fin me decido a entrar. Llego así a una nave industrial abandonada de cuyo techo cuelga una cuerda que llega al suelo. Trepo por ella, pero de repente tres chicas guapas me persiguen. Retomo con más ganas mi escalada porque no quiero que nadie me acompañe. Me doy cuenta de que si no fuera por ellas —por mi deseo de perderlas de vista— nunca hubiera encontrado la fuerza suficiente para retomar el ascenso. Llego arriba del todo y las tres chicas son pequeñas figuritas de barro que deshago con las manos queriendo sólo articular sus miembros para comprobar si es posible jugar con ellas. En la pared hay una puerta normal, de las que dan paso a una habitación cualquiera en una vivienda cualquiera. Detrás de ella encuentro un espacio que me resulta familiar, aunque nunca antes haya recorrido ese trayecto para llegar a ningún lugar y nunca antes haya abierto la puerta que lleva a él. Una ventana da al exterior, por ella entra mucha luz y a lo lejos deja ver un edificio hecho con sillares. Quizá sea una iglesia, quizá un castillo. El silencio es absoluto y yo siento que la habitación es un lugar agradable. Hay una estantería con libros, un sillón con pinta de ser cómodo y una cama. Me doy cuenta de que la cama es la mía, es decir, la que tengo yo en mi casa, la misma. Sobre ella está también mi libreta con un poema a medio escribir tal y como la dejé antes de salir de casa a toda prisa. «Dad miel a los monos» es el último verso que llegué a garrapatear. Debajo alguien ha escrito «sigue dando de comer a esos monos». Reconozco la letra de mi hermana y me alegro de que me apoye en algo tan íntimo. Contento, me siento en el sillón a leer y disfrutar de esa habitación que es en parte un lugar que todavía no había alcanzado y en parte un fragmento ya conquistado de mi propia casa]. Al despertar he recordado de golpe mi barba, la ducha, la música y el pendrive. Y la licorera. Después he salido de casa casi corriendo y con la sensación de avanzar despacio por más rápido que quisiera ir, pero esto era porque tenía todavía un pie en mi sueño y otro en la calle, y así ha sido durante todo el día.
Llevo toda la semana queriendo representar dos espacios para Rapunzel. Uno interior —éste iría entre corchetes— y otro exterior. Trazar un surco que sé que no existe. Inventar una línea imaginaria para que cada vez que está muerta le digáis —creáis— que de la madera pueden salir nuevos brotes. Que las paredes desaparecen al atardecer. Las sábanas como sistemas montañosos del revés —en los que la tierra es aire y el aire tierra— frente a los árboles meciéndose con el viento y los enamorados en el parque. Aquellas habitaciones iluminadas más allá de la avenida frente a los rincones simulados en su vientre por el reflejo de un rayo de sol a cierta hora de la tarde. La misma Rapunzel frente a la Rapunzel del espejo —prohibido mirarse en él cuando reina la penumbra—. Como si la esperanza y la belleza tuvieran una relación tan estrecha. Como si ya no importara mucho que sean los tristes quienes esperan.
Desearía que Rapunzel pudiera por una vez elegir entre lo que tiene más cerca y la verdad, pues en la fiesta se asomaba a la ventana y lanzaba sus trenzas —era verdaderamente conmovedor verla hacer eso— hacia el almacén porque abajo estaba ella y, como hemos dicho, no sólo era preciosa. Pero todos sabemos ya —hemos sabido siempre— de qué sirve serlo. Y de qué sirve esperar.
domingo, 16 de mayo de 2010
Els arbres de la senyora Natàlia
Però ja sé que no serviria de res parlar-te dels arbres. Encara que no pugues saber-ho, Sirenalada i Tu sou la mateixa cosa. Tampoc puc dir-te, per exemple, que les sensacions són necessàriament vertaderes, i els discursos no. Els arbres són sempre els mateixos, i la llum que els il·lumina. I Tu em parles ara de les lesbianes i confesses que no entens com és que diuen que no necessiten cap home, però després sí que ho fan amb un dildo. Si es que de verdad no necesitas un tío, puedes montártelo sin un pene, ¿no? I és estrany que jo pense les coses que estic pensant mentre Tu dius les coses que dius... Pensar, un altre exemple, que Tu i Ella compartiu un espai concret que és el que hi ha darrere —més enllà— dels espills. Eso no es así: el dildo tiene vida propia, et dic només per cridar la teua atenció. No tinc por: hi ha confiança. M'agrada que estigues per mi, que em parles, que constantment em faces cas... Em mires una altra volta amb eixa expressió i a mi em costa no mirar-te els llavis després dels ulls, i tornar als ulls. L'expressió que sempre acompanya les preguntes. Com si t'haguera dit, un exemple més, que envege els arbres. I és això exactament el que ha canviat: la mirada. Tu què ets, home o dona? La mirada àvida de Xilxes que intentava encabir-te —ja ho saps: Tu i Sirenalada, la mateixa cosa— dins d'un espillet roig. Tu vols parella o una aventura? Yo no tengo nada contra los moros, pero he vivido en Lavapiés y sé de lo que hablo. La mirada que evita les finestres de l'autobús perquè és de nit i allà estàs Tu també, darrere —més enllà— del cristall, dins de la nit i fora d'ella, jo què sé a on. I tu què vols? Què collons he de voler, jo? I jo què sé que vull? Himmler sí que sabía hacer bien las cosas. No és la mateixa cosa mirar a u als ulls que mirar el reflex d'aquestos ulls. Què ets, cos o persona? Evitar els teus, verds i com dibuixats amb un llapis molt fi, i dur. Quan u mira un reflex, el mira des de l'ànima, i quan mira als ulls, ho fa des de la màscara. Les pigues que tens en tota la cara, el teu monyo roig i rull. Des de dins o des de fora. La boqueta que tens, fill de puta, la bona oloreta que fas sempre. Quan parles de la força del Wagner... Entre enveja i desig boig. Les representacions ens arriben al cor, les coses presents es queden a la pell. Y los etarras, todos muertos. Per això no et mire quan ocupes l'espai de darrere —més enllà— de la finestra. Aquell reflex s'adonaria del meu desig... i si no puc parlar-te dels arbres, què en farem d'aquest desig? Que m'obliga a estendre el braç una altra volta, una nit com aquesta, provant d’encabir-te dins d'un espillet roig. Què necessitat tenia jo de tot açò... açò... d'aquest mal? Sirenalada (Tu) saludava els veïns i de vegades deien el seu nom, i jo no sabia si era el seu o no, perquè jo ja en tenia u per a Tu (Sirenalada). D'aquest mal. Un de ben cursi. No podia saber-ho. I Sirenalada (Tu) passant pel corredor, com totes les nits, per anar a casa dels veïns, a xarrar, a jugar a cartes, al Monopoli, al parxís... Què necessitat tenia jo d'açò... aquesta nit! L'espillet de ma mare, l'espillet roig amb el que em veia els pelets que em llevava amb una pinça de metall perquè em deia la mare que ja en tindràs temps d'afaitar-te, ja, que quan sigues gran i comences a fer-ho, ja no s'acaba mai. Què en farem d'açò... açò... en una nit com aquesta? Fes-me cas, que encara es prompte, tots els dies t'hauràs d'afaitar com comences... Amb la finestra oberta, al xalet de Xilxes, amb el braç entre les reixes, volia que la teua cara caiguera dins l'espillet, perquè no podia suportar les nits d'agost amb tanta sang calenta fent força en l'entrecuixa, tants versos per només un quadern descolorit... un dibuix de Tu (Sirenalada) volant cap al cel... volia poder posar-li uns ulls a les meues fantasies, una cara a eixe cul que passava totes les nits pel carreró. Yo me bajo aquí, en Diego de León. Sí, ja sé on vius... no he de saber-ho? Però mai vaig vore eixa cara. A ver si nos vemos por la facultad la semana que viene, ¿no? Caigué l'espill —tanta avidesa—. A ver si es verdad... La mà. No vaig poder trobar una explicació raonable. No et mire quan baixes de l'autobús. Ja t'he dit que la mirada no és la mateixa. Ma mare no va poder entendre mai perquè el seu espillet roig va trencar-se contra el terra del carreró a les dotze de la nit, quan tots estàvem dormint... o bé, ho intentàvem, perquè els cabrons dels veïns no paraven de fer soroll i xarrar i riure i vinga a xarrar! Una parada més tard, em baixe. Avenida de América. El desig sí que és el mateix. La senyora Natàlia ho haguera dit d'una altra manera. No estic gens bé, la veritat. La diferència, haguera dit la senyora Natàlia, entre les persones i els arbres és que les primeres han de moure's i els segons només créixer. Els arbres són els mateixos, i la llum d'una farola entre el ramatge. Les persones busquen el seu aliment a l'exterior i els arbres el reben. I les façanes d’Avenida de América. Les persones es busquen per perpetuar-se, els arbres s'obrin al vent i als insectes. Em fa mal el cor. És una necessitat diferent. Eres tan fotudament guapo que em venen com unes ganetes de plorar… La urgència del desig no és la mateixa. S'ha girat una miqueta de vent ara, i les fulles fan sorollet... i que no puga ser sorollet de fulles jo...
(Lectura de La plaça del Diamant de Mercè Rodoreda)
domingo, 9 de mayo de 2010
La muerte de Amalia, el símbolo de Emilio y la lógica de Elena: tres vías de escape para el amor no correspondido
Llamaban a la puerta en el peor momento. Emilio Brentani había retomado esa misma tarde la novela que dejó incompleta mucho tiempo atrás. Precisamente en el párrafo en que Angiolina —la antigua amante y el personaje, claro está, respondían al mismo nombre— se inclinaba para darle al protagonista leves besos que no querían ser percibidos, en los ojos o en la frente… De mala gana abandonó la tarea para abrir la puerta. Tras ella apareció la señora Elena, la vecina. No encontró ninguna excusa para no dejarla pasar. Hoy se cumplía el décimo aniversario de la tragedia. ¿Cómo negarse a ser amable? Después de todo aquellos días fue ella quien se llevó la peor parte…
La invitó a tomar algo y se sentaron juntos en la mesa del salón. Justo donde el doctor les dijo aquella noche que todo estaba perdido. Con una cerilla él se encendió un cigarrillo y, mientras la señora Elena le hablaba, perdió algunos momentos para mirarse con disimulo en el cristal del armario del comedor. Quería ver qué era lo que quedaba a la vista de aquel hombre que no tuvo el valor de enfrentarse a Angiolina de nuevo para acabar aquella novela.
—Todavía tengo muy presente a la pobre Amalia —decía la vecina—. No hay día que no rece por su hermana, ¿sabe?
El rostro complacido de Emilio apareció distinto en aquel cristal. De alguna manera los restos de la cerilla habían llegado a tiznar su nariz.
—Sus últimas palabras —continuaba la señora Elena—, en su delirio, ¿a quién se dirigían?, ¿qué quiso decir con ellas?
Con la yema del dedo índice Emilio se limpió la piel de la nariz y al devolverse a sí mismo su propio rostro recordó que una vez deseó vivir la novela que nunca había logrado escribir. No pudo, no obstante, acordarse de la razón por la que había dejado de hacerlo.
—Las tengo grabadas en la memoria… Su hermana dijo exactamente —y aquí la señora Elena abrió mucho los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, de tal manera que, quizá sin tener plena consciencia de ello, parecía una loca moribunda—: «Podría haber sido como una vagina, como una boca por dentro. ¿Qué puedo decir? Podría haber sido un animalejo peludo y suave que resopla echando la siesta. ¿Qué es lo que se puede hacer con esto? No hubiera sido extraño que no fuera nada más. No me extrañaría que hubieses descubierto que un eco más intenso que las palabras sólo puede proceder de unas ganas de sentir que no vienen al caso. No me extrañaría que después de meter tu dedo en mi nariz te doliese que me sangrara. ¿Qué necesidad tenía yo de algo así? Podría haber sido un ruido de fondo que se olvida, que no merece la pena recordar. ¿Qué se supone que se hace con esto? No fue así. ¿Lo sabes tú?». Todavía hoy me estremezco al repetirlo —dijo con lágrimas en los ojos y visiblemente alterada.
Al otro lado de la mesa, Emilio estaba absorto en la contemplación de su propio rostro otra vez limpio, renovado, pleno. Hacía mucho que había olvidado que los bellos ojos de su amor no correspondido y la suplicante mirada de su hermana abandonada estuvieron separados en otro tiempo, cuando ninguna de las dos había desaparecido del todo. Como si una mitad de la humanidad existiese para vivir y la otra para ser vivida.
—Pero si algo he aprendido en todos estos años, señor Brentani —concluyó la vecina, recomponiéndose—. Es que quien está muerto está muerto, y el consuelo sólo puede venir de los vivos. Por desgracia, así es. No siga lamentándose. Son los vivos los que nos necesitan.
Emilio volvió los ojos hacia la señora Elena. Había oído esa última frase. «Hoy no estoy para axiomas morales, pensó, ¡tengo que acabar una novela!».
La invitó a tomar algo y se sentaron juntos en la mesa del salón. Justo donde el doctor les dijo aquella noche que todo estaba perdido. Con una cerilla él se encendió un cigarrillo y, mientras la señora Elena le hablaba, perdió algunos momentos para mirarse con disimulo en el cristal del armario del comedor. Quería ver qué era lo que quedaba a la vista de aquel hombre que no tuvo el valor de enfrentarse a Angiolina de nuevo para acabar aquella novela.
—Todavía tengo muy presente a la pobre Amalia —decía la vecina—. No hay día que no rece por su hermana, ¿sabe?
El rostro complacido de Emilio apareció distinto en aquel cristal. De alguna manera los restos de la cerilla habían llegado a tiznar su nariz.
—Sus últimas palabras —continuaba la señora Elena—, en su delirio, ¿a quién se dirigían?, ¿qué quiso decir con ellas?
Con la yema del dedo índice Emilio se limpió la piel de la nariz y al devolverse a sí mismo su propio rostro recordó que una vez deseó vivir la novela que nunca había logrado escribir. No pudo, no obstante, acordarse de la razón por la que había dejado de hacerlo.
—Las tengo grabadas en la memoria… Su hermana dijo exactamente —y aquí la señora Elena abrió mucho los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, de tal manera que, quizá sin tener plena consciencia de ello, parecía una loca moribunda—: «Podría haber sido como una vagina, como una boca por dentro. ¿Qué puedo decir? Podría haber sido un animalejo peludo y suave que resopla echando la siesta. ¿Qué es lo que se puede hacer con esto? No hubiera sido extraño que no fuera nada más. No me extrañaría que hubieses descubierto que un eco más intenso que las palabras sólo puede proceder de unas ganas de sentir que no vienen al caso. No me extrañaría que después de meter tu dedo en mi nariz te doliese que me sangrara. ¿Qué necesidad tenía yo de algo así? Podría haber sido un ruido de fondo que se olvida, que no merece la pena recordar. ¿Qué se supone que se hace con esto? No fue así. ¿Lo sabes tú?». Todavía hoy me estremezco al repetirlo —dijo con lágrimas en los ojos y visiblemente alterada.
Al otro lado de la mesa, Emilio estaba absorto en la contemplación de su propio rostro otra vez limpio, renovado, pleno. Hacía mucho que había olvidado que los bellos ojos de su amor no correspondido y la suplicante mirada de su hermana abandonada estuvieron separados en otro tiempo, cuando ninguna de las dos había desaparecido del todo. Como si una mitad de la humanidad existiese para vivir y la otra para ser vivida.
—Pero si algo he aprendido en todos estos años, señor Brentani —concluyó la vecina, recomponiéndose—. Es que quien está muerto está muerto, y el consuelo sólo puede venir de los vivos. Por desgracia, así es. No siga lamentándose. Son los vivos los que nos necesitan.
Emilio volvió los ojos hacia la señora Elena. Había oído esa última frase. «Hoy no estoy para axiomas morales, pensó, ¡tengo que acabar una novela!».
(Lectura de Senilità, de Italo Svevo)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)