Ahora es domingo y soy una niña que acompaña a su padre a recoger espárragos porque ha llovido. Estoy emocionada, pero nerviosa.
Me alejo un poco para buscar por mi cuenta. Mi intención es encontrar uno de esos tallos tiernos que buscamos y mostrárselo a mi padre de manera que pueda estar orgullosa de mí a través de él.
La tierra está ligeramente embarrada y debo tener cuidado para no resbalar.
De repente veo una esparraguera y me acerco todo lo rápido que puedo. Me fijo bien y sí, justo en medio de ella hay un espárrago verde y grácil, finísimo. Por fin lo he encontrado. Ahora sólo tengo que poner en práctica lo que me dijo mi padre en el coche mientras veníamos aquí: ir doblando el tallo desde la base hacia arriba hasta que él mismo se rompa para diferenciar la parte tierna y quedarme sólo con ella.
Extiendo la mano, pero las espinas hacen que no quiera seguir haciéndolo. Entonces se me ocurre apartar la esparraguera con el pie. Lo intento y lo consigo sólo en parte. Apenas he podido separar el espárrago del resto de la planta. Decido volverlo a intentar, pero al hacerlo me doy cuenta de que no he mejorado la situación. Lo duro y lo tierno siguen formando parte de la misma cosa.
Podría decirle a mi padre lo que he encontrado, pedirle ayuda. Pero no. No es eso lo que quiero. Quiero llevarle yo misma mi pequeño descubrimiento.
Vuelvo a extender la mano y me duele, pero persisto y alcanzo el espárrago. Para cortarlo voy a sentir más dolor, pero hago justo todo lo que me dijo mi padre, y lo hago lo mejor que puedo, pese a que me hace daño.
La sensación me disgusta, quisiera evitarla, pero no puedo deducir de ella que mi mano no deba seguir extendida. Hay otras cosas en juego.
De repente el tallo se rompe, retiro rápido la mano y descubro que una sensación desagradable no implica que la acción que la genera deba evitarse. De otro modo: cualquier sensación es una verdad, una sobre la cual es posible construir todo tipo de discursos lógicos que no son necesariamente ciertos.
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Si alguien come, por ejemplo, un crep relleno de dulce de leche y entrecierra los ojitos y deja por un momento de escuchar su alrededor y de sentir el frío polar que hace en esa terracita de Fuencarral con estufas —setas— que ofrecen un alivio mínimo, pero de agradecer; si justo después su pareja le pregunta «¿está bueno?», él responderá «sí». Pero ese monosílabo estará muy lejos de la verdad, que es la sensación que lo originó.
Sin embargo, la pareja que tiene al lado sentirá —porque es muy sensible, tanto intensa como extensamente— gracias a ese «sí» cierta sensación que puede ser la misma u otra totalmente distinta, no importa, pero que al fin y al cabo seguirá siendo más verdad que un triste monosílabo.