De algún modo soñar es también estirar el espacio que habitamos y hacerlo infinitamente más grande sin moverse del sitio. Por eso Lara aquella noche soñaba que dormía, que se veía a sí misma durmiendo y que en el interior de su habitación todo estaba a oscuras y en silencio. Pero algo andaba mal. Lara no sabía si avisarse despertándose o salir corriendo y dejarse sola cuando, de repente, un bulto negro pero brillante comenzó a descender del techo. El techo altísimo y el bulto muy grande. Se desplazaba en el aire hacia abajo despacio y en línea recta y, además, había en él algo que no paraba quieto. Al acercarse un poco más, Lara, paralizada por el terror, pudo ver las patitas finas y duras cuyo movimiento era delatado por diminutos destellos intermitentes. Colgada de un hilo reluciente, esa enorme y negra araña —era ya evidente su naturaleza— se dirigía hacia ella misma, hacia la Lara que dormía.
Sin darle tiempo a reaccionar, la araña cayó de golpe sobre la cama y Lara se echó las manos a la cabeza, desesperada. De repente, alguien saltó de entre las sábanas y huyó hacia la puerta. Lara comprobó que se trataba otra vez de ella misma.
Entonces, ¿quién era esa otra persona que permanecía junto al enorme insecto? Lara se acercó todo lo que su temor le dejó para descubrir que quien permanecía allí era Diego, como si él hubiese sido en algún momento parte de Lara, como si el descomunal insecto hubiese partido en dos algo que antes había sido uno, o como si aquella araña oscura hubiese salido alguna vez de la cabeza de Diego y volviese ahora, después de dar un inmenso rodeo, para dormir al lado de su padre. Quizá todo ello junto.
Todavía con temblores en las piernas, Lara salió de su habitación y encontró la puerta de la calle abierta. Cualquiera podría haber entrado. Quiso cerrarla rápidamente, pero alguien subía los escalones de dos en dos diciendo:
—¡Espera! ¡Espera!
Lara reconoció a la persona. Era un chico delgado y joven. Con el pelo oscuro y rapado. Los dientes amarillos. Llevaba una llave encima de cada oreja. A pesar de todo, y contra todo pronóstico, dejó entrar en casa al chico. Era Sergio.
Pues me acabo de enterar por el comentario de la entrada anterior de Luzhilda que esto es una de tus series folletinescas. :D
ResponderEliminarSin ánimo de ofender, la que mejor me cae de los tres (a Sergio falta que lo presentes formalmente aún) es la araña.
Y tú sigue escribiendo, que me pongo tan contenta cuando veo tus textos que a veces me creo que he publicado yo algo también en el blog telarañesco mío. Jajaja (es una risa amarga, eh)
Un abrazo!!
Otro abrazo para ti, guapa!
ResponderEliminarNo me extraña lo de la araña. Esos bichitos, por grandes que sean, nunca hacen daño de verdad.
Gracias por pasar por aquí tantas veces!