Ha dejado de llover hace poco y siento el frío en las mejillas y en los ojos. Los coches reclaman su vasto espacio y me agarro a la acera para caminar sobre ella. Pronto oigo más pasos a mi alrededor. La calle de Cartagena está siempre llena de gente. Casi nunca se repiten sus caras, pero todas me son familiares por el mero hecho de pasar por allí, de compartir un espacio que nos es cercano a todos. Pero compartimos aún otra cosa.
Los pasos siempre se dan dos veces. Al menos son dos los espacios que recorremos cuando andamos por la calle de Cartagena. Es por eso por lo que los espejos nos fascinan, aunque ya hayamos aprendido a ignorar esa fascinación. La representación de un espacio doble que ellos nos ofrecen guarda una parte de verdad. Del mismo modo que cuando nos duchamos no solo nos limpiamos por fuera, andar por la calle es avanzar también hacia dentro.
Comparto esto con todos mis compañeros de viaje. Les miro a los ojos con respeto porque no es cualquier cosa recorrer esta calle, aunque hayamos aprendido a no darle importancia, como con los espejos; y porque también son yo, soy ellos.
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