Si me pidiesen que lo relatara, resumiría lo sucedido diciendo que, hacia el final, vi al dragón estrechando la mano del ángel. Pero nadie lo entendería, porque no me interesa dar datos fundamentales, como la masa gravitatoria del ser sagrado o el raquitismo del monstruo. Es decir, nadie lo entendería y punto. Y luego vendría —como el siamés oscuro de siempre, como un tedioso tic del mundo— el turno inevitable del reproche: «¿por qué no quieres que te entendamos?». Es que no hay nada que explicar. Es que no tengo opinión. Es que no sé lo que he visto.
No obstante, la pregunta es sencilla: ¿acaso existe el mérito? O, dicho de otra forma: si sabes cuántos meses tiene un año, cojonudo. Y todavía mejor si sabes cuál es su orden exacto dentro de cualquier calendario.
Por otro lado, había destellos realmente hermosos, pero ¿a quién le importan? Ni siquiera los pienso enumerar. Sólo me interesa sentirme mal por nimiedades. Cosas tan irrelevantes como la maldita necesidad de contar todo lo que sabes, no decir lo que piensas, la admiración que un hombre despierta al repetir hasta cuatro veces lo que no había pensado más que una antes de llegar: que lo reversible no cabe en una pantalla de ordenador —¡pero sí cabe!—; o el rechazo que una mujer despierta al limitarse a mostrar el prodigioso edificio que construyó a lo largo de la semana, con rigor, sobre una ligera ráfaga de aire; o, sobre todo, el hecho de no tener claro cuando hablo en público cuántos meses van de marzo a mayo.
Y de la novela no sé nada. No la he leído.
Escrito a propósito de la presentación de Hilo de plata, de Ángel García Galiano en la Casa del Libro de Madrid.
JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA
ResponderEliminarEres un maldito genio, vivan los bultitos de rabia. Me gusta mucho cuando te apasionas.