Para empezar es inevitable comparar el
universo que aparece en este libro con el que creó Ursula K. Le
Guin para su ciclo del Ekumen. De las dos partes en que
se puede dividir la novela —dos momentos distintos de la historia
que se van alternando en los capítulos—, una se parece tanto a La mano izquierda de la
oscuridad que es imposible no pensar en un homenaje o en un
diálogo intencionado con ella. Varios puntos en los que se
acercan son: la historia de amistad entre dos seres de distinta
naturaleza, la piel oscura de los personajes, la semejanza de algunos
nombres (Genly Ai/Denz Ay y Estraven/Seivarden), la ausencia de un
amor romántico central en la trama —¡gracias, Ann Leckie!—,
el viaje cruzando un mundo helado, el interés por la antropología
y, sobre todo, su forma de tratar el género. No es que Leckie haya
usado el recurso del hermafroditismo secuencial de Le Guin, ni mucho
menos, pero sí ahonda en la problemática del binarismo de género.
sábado, 25 de octubre de 2014
Ancillary Justice
viernes, 17 de octubre de 2014
martes, 7 de octubre de 2014
Te echo de menos
Últimamente me haces pensar en aquel gemelo malo —¿te acuerdas?— que decías ver en mis ojos cuando te sentabas en un bordillo a llorar y yo, llorando también, pero empecinado en ayudar, hacía todo lo contrario repitiéndote que el negro era negro y el blanco, blanco, como si a alguien le importase.
A mí me molestaba tu intuición porque en el fondo sabía que esa parte de mí existía y que desde algún lugar vertía quién sabe qué fluidos, quién sabe qué ideas. Me molestaba tu intuición porque era posible que mi concepción del mundo estuviese ligeramente distorsionada por una pequeña variable, lo suficientemente grande como para que todo estuviese equivocado, sin parecerlo. Un pequeño error, pero uno en la base. Por ejemplo, creer que el negro es perfectamente distinguible del blanco.
Ese gemelo era entonces una parte de mí que actuaba en contra del resto, un sabotaje que venía del interior, un tropiezo por dentro.
Es verdad que también agradecía tu intuición. Siempre he sido un entusiasta de alzar las armas contra uno mismo, de frotar hasta romper si hace falta en el aseo personal. Siempre he sido partidario de la represión, si es uno mismo quien se la infringe. Ese gemelo malo que decías ver en mis ojos era otra buena excusa —y lo fue— para levantar barreras, cavar fosas y silenciar voces en este vasto espacio imaginario que soy yo.
Pero tú eres distinta: en tu caso el enemigo siempre fue externo, y se acercaba haciendo aspavientos, señalándose a sí mismo con un enorme indicador rojo que a veces solo tú veías. Tu intuición es para los demás, y para ti no tienes. Por estar tan segura de ti misma, de tus aptitudes, por tener tan claro que pudiste estar equivocada, paradójicamente, no tienes en tu interior forjas encendidas, no tienes altas almenas, ni ejércitos veteranos. Aunque alcances a ver de dónde viene el ataque, no puedes más que lanzar piedras del camino a la lejanía.
Últimamente me haces recordar aquel gemelo malo que decías ver en mis ojos, y es que ahora te vuelves a sentar en un bordillo y, llorando, andas empecinada en andar tras la verdad, como si a alguien le importase. Y no sabes lo que yo, llorando también a tu lado, te echo de menos.
A mí me molestaba tu intuición porque en el fondo sabía que esa parte de mí existía y que desde algún lugar vertía quién sabe qué fluidos, quién sabe qué ideas. Me molestaba tu intuición porque era posible que mi concepción del mundo estuviese ligeramente distorsionada por una pequeña variable, lo suficientemente grande como para que todo estuviese equivocado, sin parecerlo. Un pequeño error, pero uno en la base. Por ejemplo, creer que el negro es perfectamente distinguible del blanco.
Ese gemelo era entonces una parte de mí que actuaba en contra del resto, un sabotaje que venía del interior, un tropiezo por dentro.
Es verdad que también agradecía tu intuición. Siempre he sido un entusiasta de alzar las armas contra uno mismo, de frotar hasta romper si hace falta en el aseo personal. Siempre he sido partidario de la represión, si es uno mismo quien se la infringe. Ese gemelo malo que decías ver en mis ojos era otra buena excusa —y lo fue— para levantar barreras, cavar fosas y silenciar voces en este vasto espacio imaginario que soy yo.
Pero tú eres distinta: en tu caso el enemigo siempre fue externo, y se acercaba haciendo aspavientos, señalándose a sí mismo con un enorme indicador rojo que a veces solo tú veías. Tu intuición es para los demás, y para ti no tienes. Por estar tan segura de ti misma, de tus aptitudes, por tener tan claro que pudiste estar equivocada, paradójicamente, no tienes en tu interior forjas encendidas, no tienes altas almenas, ni ejércitos veteranos. Aunque alcances a ver de dónde viene el ataque, no puedes más que lanzar piedras del camino a la lejanía.
Últimamente me haces recordar aquel gemelo malo que decías ver en mis ojos, y es que ahora te vuelves a sentar en un bordillo y, llorando, andas empecinada en andar tras la verdad, como si a alguien le importase. Y no sabes lo que yo, llorando también a tu lado, te echo de menos.
domingo, 14 de septiembre de 2014
domingo, 7 de septiembre de 2014
Errores en la edición de Minotauro de “La mano izquierda de la oscuridad”
Este post nace
del cabreo que he cogido leyendo La mano izquierda de la
oscuridad, de Ursula K. Le Guin. Y no es por la novela en sí,
sino porque la edición tiene tantos problemas que no sé quién tiene la culpa de que no haya disfrutado con ella.
Si alguien a quien le interese la sociología, la antropología o la ciencia ficción en general está pensando en leerla, le recomiendo que acuda a cualquier otra edición que no sea esta de la que os voy a hablar ahora mismo, es decir, la publicada por Minotauro, con traducción de Francisco Abelenda (Francisco Porrúa), en 2008 para la Colección Booket. La portada es esta:
Simplemente enumeraré los errores más destacables que he visto, para poner sobre aviso a quien quiera acercarse a ella.
Si alguien a quien le interese la sociología, la antropología o la ciencia ficción en general está pensando en leerla, le recomiendo que acuda a cualquier otra edición que no sea esta de la que os voy a hablar ahora mismo, es decir, la publicada por Minotauro, con traducción de Francisco Abelenda (Francisco Porrúa), en 2008 para la Colección Booket. La portada es esta:
Simplemente enumeraré los errores más destacables que he visto, para poner sobre aviso a quien quiera acercarse a ella.
jueves, 4 de septiembre de 2014
Tu sueño
Abuelo.
Tu abuelo te explica lo difícil que lo
ha tenido para comprarse un Cristo. Los hay de muchas maneras, dice. Te
enseña uno que está hecho con pequeños cráneos de metal y su
corazón es la pepita de una fruta no comestible.
Quieres salir de su habitación,
pero te cierra el paso, así que tienes que usar la otra puerta, con mucho
cuidado de no hacerle ver que estás huyendo de él.
Prima.
Tu padre está sentado en la cama de tu
prima. Ella lleva un pijama infantil y está semincorporada sobre las
sábanas. Tiene unos doce años. Él le acaricia una pierna, la deja
hablar, es muy suave. Tú rompes el rollo que había en la
habitación. Tu padre ha aumentado la
distancia con tu prima al darse cuenta de que has entrado, pero solo un poco. Ella se alegra de verte.
Si quieres salir de esta habitación
sin volver a ver a tu abuelo, es necesario saltar por la ventana.
Jardín.
Aquí hay plantas y banquitos. Tu prima
te ha seguido, pero ahora va vestida de calle y con unos taconazos.
Se ha maquillado mucho, y eso hace que parezca mayor. Se dirige a la
entrada del edificio. Tú te das cuenta de que andar por allí te
hace daño porque vas descalzo. Si sigues a tu prima llegas a la
entrada de la casa.
Entrada.
Tu prima, vestida de gala con unos
tacones superaltos, camina muy por delante de ti, con firmeza,
pisando fuerte.
Hay coches que entran y que salen,
músicos de orquesta sinfónica hablando entre ellos y paseándose. En las escaleras de piedra que llevan a la
puerta está el Papa sentado, y dice cuando pasas:
—Las dos academias son una mierda.
Las dos. No se salva ninguna.
Recibidor.
Hay mucho barullo y grandes
personalidades. La señora Merkel conversa con músicos en frac.
Alguien está hablando con tu prima, y le dice:
—Esto es un desastre. Si no fuera por
ti, la pobrecita Merkel lo habría pasado fatal.
La única forma de escapar es subiendo
unas escaleras que hay al fondo del recibidor.
miércoles, 25 de junio de 2014
El origen de la expresión «go canny!»
Fragmento de «Sabotage»,
de Emile Pouget, 1898.
Los británicos aprendieron lecciones
de sabotaje de los escoceses, e incluso tomaron de ellos el nombre de
bautismo del sistema: go canny!
Recientemente la Unión Internacional
de Estibadores, que tiene sus oficinas en Londres, envió un
manifiesto llamando al sabotaje, por lo que los estibadores empezaron
a hacerlo, ya que hasta ahora ha sido principalmente en las minas y
en las fábricas textiles donde los trabajadores británicos lo han
llevado a cabo.
Aquí está el manifiesto en cuestión:
¿Qué significa «go canny»?
Es una expresión corta y útil para
designar una nueva táctica empleada por los trabajadores en vez de
ir a la huelga.
Si dos escoceses están caminando
juntos y uno va demasiado rápido, el otro le dice: «go canny», que
significa, «ve más despacio».
Si alguien quiere comprar un
sombrero que vale cinco francos, tiene que pagar cinco francos. Pero
si solo quiere pagar cuatro, entonces tendrá uno de menor calidad.
Un sombrero es una forma de «mercancía».
Si alguien quiere comprar seis
camisas a dos francos cada una, tiene que pagar doce francos. Si solo
paga diez, obtendrá solo cinco camisas. Una camisa es una forma de
«mercancía vendida en el mercado».
Si un ama de casa quiere comprar un
pedazo de carne que vale tres francos, tiene que pagar por ello. Y si solo ofrece dos francos, entonces se le dará carne en mal
estado. La carne de vaca también es una «mercancía vendida en el
mercado».
Bueno, los jefes declaran que el
trabajo y la habilidad son «mercancías para la venta en el
mercado», como sombreros, camisas, zapatos y carne.
Perfecto, contestamos. Os tomamos la
palabra.
Si es «mercancía» vamos a
venderla como el fabricante de sombreros sus sombreros y el carnicero
su carne. Ellos dan mala mercancía por precios malos y nosotros
haremos lo mismo.
Los jefes no tienen derecho a contar con nuestra caridad. Si se niegan a discutir nuestras demandas, bien, nosotros pondremos en práctica el «go canny», la ralentización, a la espera de que nos escuchen.
Así que aquí vemos una hermosa
definición de sabotaje: por mal pago, mal trabajo.
Fuente: Almanach du Père Peinard,
1898.
Traducido al inglés por
Mitchell Abidor para marxists.org;
CopyLeft: Creative Commons
(Atribución y compartir igual) marxists.org 2006
Traducido al español por
Curro Esbrí.
jueves, 29 de mayo de 2014
Hemos venido a darlo todo
Esto es lo que creo que dije en la
presentación de Hemos venido a darlo todo
el
17 de mayo de 2014 en La Central del Museo Reina Sofía de Madrid
Ante todo quiero dar las gracias al
Museo Reina Sofía, a esta librería, a Sara, que es una pena que se
esté perdiendo esto, a Íñigo López Palacios por acceder a estar aquí hoy y sobre todo a Ana, por tantas cosas.
Esta es la primera presentación al uso, con micro y todo, que organizamos en la editorial Ofegabous, así que estamos muy ilusionados por hacerla, aunque también es cierto que la presentación de un libro de Wences Lamas muy normal no puede ser. Ya os aviso.
Le pregunté en su momento a Wences qué quería que dijese aquí. Y él me contestó que lo que me naciera, lo que pensase realmente del libro. Yo creo que dijo eso porque no me conoce. Pero bueno, le voy a hacer caso igualmente porque en el fondo entiendo por qué dijo eso. Y es que sabe que una de las mayores virtudes de Hemos venido a darlo todo es que es un libro pensado para que cada ejemplar sea especial para cada lector. Y al fin y al cabo para eso estamos aquí, para daros una idea de lo que hemos publicado.
Pues bien, en mi caso, lo que me viene a la cabeza
cuando pienso en él es que este libro está vivo.
Y voy a dedicar los siguientes minutos a explicar esto.
sábado, 24 de mayo de 2014
Decirte
Después te arropo. No sé si tienes frío o no, pero creo que te vas a quedar dormida dentro de poco y es mejor que estés tapada. Meto la mano por debajo del edredón y toco tu espalda desnuda. Me pregunto por qué lo he hecho. Me siento muy consciente de cada cosa que pasa a mi alrededor y de lo que hago, por eso me sorprende no tenerlo claro en este caso. No he conectado mi mano a tu espalda porque quiera comprobar la temperatura de tu cuerpo. Tampoco era por notar el tacto de tu piel. Es simplemente que quería seguir conectado a ti de algún modo físico. Me parece normal y bueno y ya no me pregunto más.
Desde aquí me apetece decirte que te quiero, pero no recordar que hay lugares desde los que no quiero decírtelo. Esos que me veo obligado a recorrer a diario y de los que conozco cada detalle y a los que no pienso dedicar una palabra más. Como te has quedado dormida ya —lo sé ahora por tu respiración—, no tiene sentido decirte nada, así que me callo. Pero creo que lo importante son las ganas. No sé qué sería de mí sin las ganas.
Estoy a gustito y se me ocurre la nefasta idea de decirte. O sea, lo que viene a ser describir a «la mujer que me acompaña», aquello que suele devenir en frases que dan tanto repelús como «ella es hermosa». Pero pienso que yo sería capaz de hacerlo bien, de describirte como lo hace la Woolf, de mostrarte sin poseerte, de renunciar a la prepotencia de creer que puedo definirte con precisión, que puedo saber más de ti de lo que tú sabes, renunciar a la pretensión de decirte sin tu voz. Pero al mismo tiempo pienso que quizá esto de sentirme capaz de algo así no es más que una excusa para hacer precisamente lo que todo el mundo hace y a mí me aburre tanto. Me doy cuenta de que el riesgo es demasiado alto. Prefiero callarme la boca.
lunes, 12 de mayo de 2014
Estimúlate la próstata
Hace unos días estaba muy cachondo, realmente cachondo, solo en casa y manos a la obra, es decir, estaba masturbándome. En la cabeza me daban vueltas las palabras de Diana J. Torres: «cualquier persona que tenga una próstata dentro del culo puede tener un orgasmo maravilloso con ella». Y la idea de explorarme me ponía todavía más cachondo. Miré de reojo el Pornoterrorismo, que ahora tengo en la mesita de noche porque una buena amiga me lo ha dejado y que sería lectura obligatoria en los institutos si viviésemos en un mundo sexualmente sano. La decisión, pues, estaba tomada.
Pero uno no puede meterse algo por el
culo así, sin más, de modo que necesitaba ayuda. Pensé en qué
había dentro de mi habitación que me pudiese servir. No quería
salir al pasillo, que llegasen por sorpresa mis compañeras de piso y
me pillasen yendo de un lado a otro empalmado; y, la verdad, tampoco
se me ocurría nada que pudiese serme útil en toda la casa. De
repente, me acordé de algo que me hizo levantarme y abrir el
armario. Escarbé en los cajones, abrí cajas, desparramé los
apuntes de la carrera y el abrigo sobre la cama… y al final
encontré lo que buscaba: una bolsa del Mercadona con un tarro grande
de vaselina. Compré aquello hace bastantes años. Acababa de leer el Manifiesto contrasexual de Paul B. Preciado, no quise ir a un sex shop para comprar lubricante y estaba
claramente enfocado al ano. Recuerdo que me masturbé con un dedo
metido. No fue nada espectacular. Supongo que por eso no repetí.
Lo del otro día fue distinto porque
esta vez estaba claramente enfocado a la próstata. Y esa vaselina me
venía de maravilla. Recuerdo que, fugazmente, me pregunté si esas
cosas caducaban, pero estaba demasiado cachondo como para pensar
racionalmente. De hecho, mi prioridad en la vida en ese momento era
correrme. Todo lo demás había pasado a formar parte de un conjunto
confuso llamado «ya lo pensaré luego».
Me metí el dedo sin problemas y por
fin seguí masturbándome. Pero todo cambió al tocar, casi por
casualidad —ni siquiera me había informado mínimamente de su
ubicación—, cierto «bultito». Tuve que cambiar de postura para
llegar mejor con el dedo corazón y comprobé que si me sentaba sobre
mi mano, apenas tenía que hacer fuerza. Me corrí enseguida, y no
fue una corrida normal.
La distancia que hay entre añadir la
estimulación de la próstata a la masturbación y no hacerlo es
abismal, nunca mejor dicho, porque se trata de dos niveles distintos: el superficial y el profundo. Lo que un hombre espera cuando se le dice que el placer será mayor es solo un placer más evidente, más explosivo… pero en este caso es todo lo contrario. De hecho, la primera sensación que tienes es de que no está pasando nada, de que nada se ha añadido a lo que ya había, pero luego, de algún modo, sigues y sigues hasta darte cuenta, incluso puede que cuando ya hayas terminado, de que el placer ha sido mucho más intenso, aunque también mucho más disimulado. Esto es extraño, ya digo, para cualquier hombre. Es para mí difícil de explicar bien, pero
lo intentaré. Para ello tendré que contarte primero un asunto
personal que solo he superado —y solo en parte— llegando a la
treintena. Y sí, es un asunto sexual.
miércoles, 12 de marzo de 2014
Visita de Giovanni Papini
Florencia, 12 de marzo
El escritor decía en su nota que
quería entrevistarse conmigo porque, según él, una persona como yo
podría aportarle muchos datos para un libro que andaba componiendo
cuyo personaje principal, casualmente, viajaba a lo largo y ancho del
mundo como yo.
Dijo que había oído hablar
de mí y de las «investigaciones febriles que me llevan a buscar
incansablemente», según sus propias e hinchadas palabras. A buscar
¿el qué? ¿El sentido de la vida acaso? ¿El sentido de mi vida? Es
verdaderamente absurdo.
Su propuesta me produjo una
gran pereza, pero accedí porque, después de haber leído la mayor
parte de las que se suelen llamar Las Grandes Obras de la Literatura
Universal sin haber encontrado en ellas nada interesante, quise investigar —aunque no febrilmente, claro— las razones por las que alguien
podía ansiar la introducción de su nombre en semejante canon.
Giovanni Papini no me defraudó en ese sentido: estaba bastante
seguro de la inmortalidad de su obra. Espero que no dejara entrever
eso en sus escritos —aunque lo dudo, dada su prepotencia—, pues
no hay nada que me repugnara más durante la tortuosa e interminable
labor de lectura que llevé a cabo en su momento.
—Es un hombre inhumano
—comenzó Papini a explicarme al protagonista de su libro—, una
persona sin empatía, una bestia con rostro humano.
Después de que aseverara
aquello pensé que si al menos hubiese elegido otra forma de decir lo
mismo, su descripción no habría sido tan tediosa; pero no,
simplemente había elegido otras palabras. Si hacía eso al hablar,
¿qué no haría al escribir? Y sí, en cuanto empezó a presentarme
su proyecto literario, me pareció que su intención era situar al
protagonista en distintos lugares para describirlo una y otra vez en
una sucesión de fragmentos que eran en realidad como daguerrotipos
de una persona en la misma postura en países distintos, en
situaciones distintas, es decir, que si el libro tenía interés
estaba en el pequeño margen que el voluminoso personaje cedía.
lunes, 10 de marzo de 2014
Mi propio juguete favorito
Escribo este post porque necesito explicar qué significa para mí ser editor, aunque no sepa si es a ti a quien quiero explicárselo o a mí mismo; y voy a empezarlo con un recuerdo infantil porque la tentación de embellecerlo es demasiado fuerte.
Tenía entonces unos trece años, estaba tumbado encima de la toalla de mi hermana —tardé bastante en tener una propia—, clavándome en los huesos los cantos rodados de la playa de Chilches y haciéndole compañía a mi madre.
—¿Hoy tampoco te vas a mojar? —me preguntó ella.
—No.
—Ay, hijo, con lo buena que está el agua…
Había ido allí en contra de mi voluntad, pero no me quedaba otra, teniendo en cuenta que mi madre es una mujer y que en este mundo es preferible que una mujer no vaya sola a la playa. Pese a ser tan joven, varias experiencias desagradables hicieron que entendiese bien este punto. Lo que no entendía era lo de la sombrilla.
—Pesa mucho —me dijo mi madre.
—Podríamos llevarla entre los dos.
—No.
No había sombrilla, pues. Por lo tanto, embadurnado hasta las cejas de protector solar, leía bajo una luz cegadora, porque no podía hacer otra cosa. Era eso o morirse de aburrimiento. No entendía cómo a otras personas les bastaba con gastar su tiempo tostándose al sol con los ojos cerrados. No entendía a mi madre. Pero ella a mí tampoco.
—¿Por qué no te traes la pelota y juegas?
Su pregunta hizo que en mi mente se formulase inevitablemente otra: ¿por qué no veía del mismo modo que yo el libro que tenía en las manos, por qué para ella era prácticamente invisible mientras que para mí suponía una aventura absorbente, no solo por parecer inabarcable —tenía más de mil páginas—, sino también por la cantidad de estímulos que me ofrecía? No lo pregunté en voz alta, claro. Me limité a responder:
jueves, 20 de febrero de 2014
viernes, 31 de enero de 2014
Conversaciones cruzadas
En este caso la coincidencia es
temporal y se hace difícil determinar el nivel de prioridad, así
que Diego y Lara han de desdoblarse para atender al teléfono y abrir
la puerta al mismo tiempo. Contra toda lógica, ambos equivocan su
función, pero la urgencia no les deja rectificar, y deciden ir
improvisando. La casa sigue inmersa en su estricto y habitual
estatismo, pero a la vez todo está patas arriba.
—Diego al habla. ¿Quién es? —dice
Lara.
—¡Buenos días! —se oye desde otro
lado, es decir, desde fuera de la casa—. Mi nombre es Julio y le llamo de
parte de Telefónica para ofrecerle…
—Lo siento, no nos interesa.
—Pero solo le llevará unos minutos…
—insiste Julio.
«Un momento», piensa Lara, «si yo
ahora soy Diego debería actuar como él, y él nunca desperdiciaría
una situación como esta».
—De acuerdo —cede Lara—. Tiene
toda mi atención.
—¡Hola! ¿Qué tal? —dice Diego
después de abrir la puerta—. Soy Lara.
—¡Hola! He venido por lo del anuncio
—un señor normal en el umbral avanza la mano—. Me llamo…
«Un momento», piensa Diego, «si soy
Lara no puedo ser tan confiada…».
—En el anuncio —le corta Diego—
ponía claramente que no queremos fumadores.
—Bien —responde el señor mientras
retira la mano al ver que su gesto ha sido inútil—. Por eso estoy
aquí. Yo no fumo.
—Ah. Bueno. Si ha leído el anuncio
sabrá entonces que no queremos mascotas.
—¿Acaso ve alguna mascota aquí?
—Bien, Diego. Verá, aquí en Telefónica
hemos empezado el año queriendo premiar a nuestros clientes más
fieles. ¿Usted tiene el móvil contratado con Movistar?
—No.
—Pues por un pequeño aumento en su
factura de teléfono, usted podrá disfrutar de un estupendo móvil
de última generación con tarifa plana, ¿qué le parece?
—Verá, Julio —empieza Lara como se
supone que empieza Diego a hacer estas cosas—, se llamaba Julio,
¿verdad?
—Sí, así es.
—Verá, Julio, yo ni siquiera soy de
Madrid. Provengo de un pueblo de Castellón llamado La Vall d'Uixó…
¿He dicho «pueblo»? No, no quisiera mentirle. En realidad La
Vall d'Uixó tiene 32.000 habitantes aproximadamente, así que no
es propio hablar de un pueblo, sino más bien de una ciudad…
—Tampoco queremos erasmus —sigue
poniendo «peros» Diego a la manera de Lara.
—¿Cómo voy a ser yo un erasmus
—responde el señor en el umbral, un tanto mosqueado ya— con la
edad que tengo?
—Bueno, que yo sepa los requisitos
para estar becado no incluyen ser joven…—«frena, Lara», piensa
Diego, «que te estás dieguificando»—. Bueno, da igual, la
cuestión es que pedimos dos meses de fianza. ¿Está usted dispuesto
a pagarlos?
El señor normal, ya hasta con ganas de
irse, responde:
—Si me gusta el piso, sí, claro.
¿Podría entrar a verlo?
—¿Qué? —por alguna razón, la
pregunta despierta gran inquietud en Diego-Lara.
—…y si le hablase
de mis padres, bueno, pues no es muy agradable la situación. No me refiero a la económica. Siempre hemos vivido con lo justo, ¿sabe? Y
ahora es igual. Se trata más bien de su relación sentimental. Mis
padres hace unos pocos años que no se hablan… Pero disculpe,
Julio, que esto no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando.
—No se preocupe, Diego, si yo le
entiendo a usted, pero la oferta es muy buena, déjeme que le cuente…
—Si es que no quiero hacerle perder
el tiempo, Julio. Lo que quería decirle es que yo apenas cobro 850
al mes como indefinido, y comparto el piso con otra persona que cobra
unos 500 euros como becaria. Lo malo es que el alquiler son 760 euros
y antes bien, porque éramos tres… pero bueno, el anterior
inquilino se fue… porque… es una historia que, si me permite, no
le contaré… todavía es muy reciente.
—Claro, tranquilo, no se haga problema.
—Que si puedo entrar a ver el piso
—dice el señor normal, aunque ya lo hace por cabezonería, porque
no le apetece en absoluto compartirlo con esa persona que hay
dentro.
—¡Por supuesto! ¿Por qué si no
íbamos a poner un anuncio? —pero Diego no está nada seguro de que
Lara hubiese dejado entrar en casa a un extraño así, tan
rápidamente—. Por cierto, ¿cuál era su nombre?
—Me llamo Sergio.
Entonces Diego, sin mediar palabra, le
da un empujón para sacarlo del umbral y cierra la puerta
violentamente, pero es imposible para él saber si lo ha hecho porque
así lo hubiera hecho Lara o si aquella reacción ha venido de su propio pánico.
—Y, como comprenderá, Julio
—prosigue Lara—, nuestra situación es muy precaria, y no sabemos
si podemos permitirnos un aumento, aunque sea pequeño, en nuestra
factura…
—Sí, Diego, comprendo —le responde
Julio, con un tono de voz tan distinto que ahora parece una persona,
y no un teleoperador—. Yo también lo he pasado mal…
Diego entra en el comedor mientras
todavía le tiemblan las piernas. Ve que la casa sigue patas arriba
pese a su estatismo de siempre, y esto le ayuda a calmarse. Oye a
Lara haciendo de él:
—No me diga, Julio. Cuénteme. Aparte
de trabajar en Telefónica, tendrá una historia personal… ¿es
acaso usted inmigrante?
—Madre mía —dice Diego con la
energía suficiente como para ser oído por Lara, pero parecer
también que habla para sí, y con un tono que en principio es de
reproche, pero que viene de una sonrisa cercana a la risilla burlona
y cómplice.
Después se mete en la habitación de
Lara y se tumba en la cama a escuchar la conversación que está
teniendo él mismo en el comedor, pero de manera que parezca que no, que no
está escuchando porque tiene cosas más importantes que hacer.
El resto de textos de La casa finita, aquí.
miércoles, 8 de enero de 2014
Un sueño de mi adolescencia
Los gángsters, envueltos en sus
gabardinas oscuras, me miraban fijamente. Parecían ellos los
encargados de cumplir la función de fachada, inexistente en aquel
edificio.
Mi amigo me miró por encima del coche
con inquietud. Intenté sonreír para calmarle, pero yo también
estaba asustado. Ellos no se largarían de allí. Ni siquiera se
habían movido lo más mínimo desde que llegamos. Había que encontrar una solución, así que dirigí mi brazo hacia los
gángsters, cerré el puño y extendí el índice y el pulgar a modo
de pistola. Quise simular un disparo, pero simplemente apuntándoles
con el dedo caían desplomados, como muertos. Tardé bastante en
deshacerme de todos.
Sin que mi amigo y yo nos dirigiéramos
una sola palabra, entramos en el edificio. En su interior tenía
lugar una fiesta en la que los atuendos y la decoración parecían
ideados en el siglo diecinueve. Una gran mesa cruzaba la habitación
y sobre ella había una enorme lámpara de araña de la que colgaban
mil cristales. Unos hablaban y otros comían. Mi amigo se separó de
mí. Era una fiesta de sus compañeros de clase y debía saludarles a
todos. Cuando acabó de hacerlo, lo primero que me dijo fue que la
chica del otro extremo de la mesa le había enseñado el sexo
sadomasoquista, pero era una buena persona. Yo asentí y me la quedé
mirando. Era alta y delgada. El pelo rapado con un pequeño
flequillito le daba un aspecto bastante masculino. Llevaba un traje
de cuero con cadenas y clavos de acero relucientes y unos largos y
finos pendientes de color azul marino.
Fue ella misma quien vino a hablarme un
poco más tarde mientras yo, apoyado en la pared, sostenía un vaso
de cristal.
—Yo me lo hago con un calvo —dijo.
Contesté con un «ajá» y un ligero
gesto de asentimiento, pero sin querer expresar indiferencia.
—Tiene un dragón verde tatuado en lo
alto de la calva —insistió.
—A mí me gusta el inspector Gadget
—me sinceré.
De repente apareció en mi pensamiento
un dibujo circular y borroso en cuyo centro aquella chica sonreía y
mostraba una mano metálica muy simple.
Entonces le cogí la cabeza con las dos
manos, la acerqué a la mía, saqué la lengua y la arrastré por su
cara, dejando un rastro de saliva que iba desde la barbilla hasta la
sien izquierda. La miré fijamente. Ella se alejó desconcertada y
con un vaso de cristal en la mano.
Al cabo de un rato volvía a estar solo
y me quedé de pie, a unos pasos de la mesa. La chica sadomasoquista
apareció de nuevo, pero esta vez venía un poco avergonzada y con
gran indecisión. La observé. Tuve la sensación de que había
estado pensando.
—Puedes llamarme Milanesa —dijo
tímidamente.
Sonreí.
Soñado y/o anotado en
torno al 09-04-1997.
El día anterior había estado estudiando para aprobar música de 2º de B.U.P. de entonces.
Ahora mismo no estoy seguro de si la palabra «milanesa» apareció en mi cabeza por culpa de la mandolina milanesa o de la liturgia milanesa o ambrosiana.
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