domingo, 26 de diciembre de 2010

Zapping

En la boca, dice ella. Un inquieto ejército de insectos rojos es su sombra contra el radiador. Pan ahogado en un muelle, pilares reverdecientes, luz de linterna y no hay prueba que delate al asesino… Ella es callada pero profunda, dice uno. Un poco de leche caliente. Espero que sea profunda, dice el otro, porque si no, ha perdido el tiempo estando callada. En la boca, dice él. Ella ha muerto: un colmillo de mosca se le clavó en la oreja. Ella sonríe y su pelo rojo lava el aire. Él se balancea en un columpio pintado de cielo gris, medio sonríe ahora. ¿Qué tipo de vegetal te gustaría ser? dice uno. ¿Una consuelda? Tela blanca empapada. Ella vestida con un traje de sangre que le sienta bien, ceñido y coquetón. Cae por la puerta el perro. ¿Quizá una genciana? Te quiero. ¿Qué es la fase cuatro? Él mata a su madre, apuñala con un bate de béisbol, caja con un cartapacio y suela con una coca alta. Se cepilla lánguidamente su pelo largo, largo y negro. Negro. Te amo porque. Una sonrisa. Ella está borracha y escupe flema fucsia. Hueso derretido. Uno habla pero no dice nada. En mi boca, dice ella. En tu boquita, dice él. Una teta y un zapato. La belleza está aquí dentro, miente ella. En mí, miente él. Y en mí —ella—, porque te quiero porque. Llamad al timbre. Péinate la libido hacia delante, hay que pasárselo bien. La noche es un día con alas, las alas son tú sin ti. Acércate a la roca. Conviértete en eso, deséalo. Haz, di. No te duele. El sexo se ha marchado de vacaciones y nos ha dejado aquí su cuerpo inflado. ¡Déjame hablar a mí, coño! Mírame. La niña baila en el chicle de nieve. La zapatilla azul vuela y tropieza. Te quiero. Yo también. Que acierte el hombre del tiempo. Tócame. Te toco. Te escucho. Te quiero porque.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Lara y los intrusos

Pero, si nos ponemos serios, el centro neurálgico de la casa es sin duda la cocina. La razón es simple: es el único lugar en el que se concentran partes relevantes de los tres circuitos: el del agua, el del gas y el de la electricidad. Por eso Lara aplasta con el dedo una hormiga que bordeaba el fregadero y con su cuerpo duro va haciendo una bola moviendo el índice y el pulgar. Después abre el grifo y el agua muy caliente lava sus dedos. Lo que había podido quedar de la hormiga en ellos se escurre por el desagüe. «Vuelve al lugar del que procedes, piensa Lara, sea el que sea».
Un centro es un deseo constante, un lugar que siempre ansía ser rellenado con cualquier cosa. De ahí el poder de atracción que ejerce, el tránsito continuo en que éste deriva y el hecho de que cada visitante sienta la necesidad de depositar algo representativo, un recuerdo de sus hogares, un souvenir del revés. Pero esos objetos no pueden permanecer allí mucho tiempo sin rivalizar entre ellos porque —y esto todo el mundo lo sabe, aunque nunca nadie lo tenga presente— cualquier centro sólo puede estar ocupado por una única cosa cada vez. Es por eso por lo que Lara esparce clavo y cortezas de pepino adivinando las invisibles rutas de ácido fórmico, sitúa negras trampas circulares en las últimas esquinas, esparce veneno naranja alrededor del cubo de la basura y busca. «Debéis de entrar por algún lugar, piensa Lara, y yo he de encontrarlo». Barre a conciencia mientras rastrea, y mantiene limpio el centro de la casa para que ningún intruso pueda llevarse nada de él.
—Desapareceréis —dice Lara en voz baja— tarde o temprano —y levanta una bayeta amarilla. Son desvelados así pequeños puntos inquietos y negros que se mueven sin rumbo. Habían elegido aquel manto húmedo para aliviarse del agobiante calor de agosto. Los sádicos dedos de Lara parecen ahora una ametralladora.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Deberes para casa

  1. Imagina que de entre tus gestos habituales hay uno que pertenece en realidad a otra persona, a un vecino que te cruzaste cierta mañana yendo a la tintorería. ¿Cuál de entre ellos dirías que es? Analiza todos tus gestos y descubre al intruso.
  2. Imagina que esa persona que sabes que eres se la inventó un día alguien que nunca había oído hablar de ti. Ahora enumera los puntos en los que acertó y en los que metió la pata.
  3. Imagina que cualquier momento de tu vida es independiente o, mejor, que has sido una persona diferente en cada momento de tu vida. Ahora haz un esfuerzo mayor: sepáralos en serio y no te limites a imaginarlo. Si lo has conseguido, hazte la siguiente pregunta: ¿qué importaría que cualquiera de esos momentos —de esas personas— nunca hubiera existido?

domingo, 28 de noviembre de 2010

Epistemología #2

Ahora es domingo y soy una niña que acompaña a su padre a recoger espárragos porque ha llovido. Estoy emocionada, pero nerviosa.

Me alejo un poco para buscar por mi cuenta. Mi intención es encontrar uno de esos tallos tiernos que buscamos y mostrárselo a mi padre de manera que pueda estar orgullosa de mí a través de él.

La tierra está ligeramente embarrada y debo tener cuidado para no resbalar.

De repente veo una esparraguera y me acerco todo lo rápido que puedo. Me fijo bien y sí, justo en medio de ella hay un espárrago verde y grácil, finísimo. Por fin lo he encontrado. Ahora sólo tengo que poner en práctica lo que me dijo mi padre en el coche mientras veníamos aquí: ir doblando el tallo desde la base hacia arriba hasta que él mismo se rompa para diferenciar la parte tierna y quedarme sólo con ella.

Extiendo la mano, pero las espinas hacen que no quiera seguir haciéndolo. Entonces se me ocurre apartar la esparraguera con el pie. Lo intento y lo consigo sólo en parte. Apenas he podido separar el espárrago del resto de la planta. Decido volverlo a intentar, pero al hacerlo me doy cuenta de que no he mejorado la situación. Lo duro y lo tierno siguen formando parte de la misma cosa.

Podría decirle a mi padre lo que he encontrado, pedirle ayuda. Pero no. No es eso lo que quiero. Quiero llevarle yo misma mi pequeño descubrimiento.

Vuelvo a extender la mano y me duele, pero persisto y alcanzo el espárrago. Para cortarlo voy a sentir más dolor, pero hago justo todo lo que me dijo mi padre, y lo hago lo mejor que puedo, pese a que me hace daño.

La sensación me disgusta, quisiera evitarla, pero no puedo deducir de ella que mi mano no deba seguir extendida. Hay otras cosas en juego.

De repente el tallo se rompe, retiro rápido la mano y descubro que una sensación desagradable no implica que la acción que la genera deba evitarse. De otro modo: cualquier sensación es una verdad, una sobre la cual es posible construir todo tipo de discursos lógicos que no son necesariamente ciertos.

*

Si alguien come, por ejemplo, un crep relleno de dulce de leche y entrecierra los ojitos y deja por un momento de escuchar su alrededor y de sentir el frío polar que hace en esa terracita de Fuencarral con estufas —setas— que ofrecen un alivio mínimo, pero de agradecer; si justo después su pareja le pregunta «¿está bueno?», él responderá «sí». Pero ese monosílabo estará muy lejos de la verdad, que es la sensación que lo originó.

Sin embargo, la pareja que tiene al lado sentirá —porque es muy sensible, tanto intensa como extensamente— gracias a ese «sí» cierta sensación que puede ser la misma u otra totalmente distinta, no importa, pero que al fin y al cabo seguirá siendo más verdad que un triste monosílabo.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Diego y el espejo

Pero la casa también puede empezar, por ejemplo, por el cuarto de baño; porque al fin y al cabo está al lado de la puerta de entrada —que es, digamos, el comienzo oficial—. Allí hay un inodoro, un espejo y está Diego.

«Inmediatamente después de los azulejos hay algo», piensa mientras mea sentado y observa la pared de su izquierda. «No se trata de la calle en concreto ni del exterior en general. Tampoco de la pared. Es justo lo que hay entre ella y la parte de atrás del azulejo. No es que ese lugar sea importante. Más bien lo es que seamos conscientes de su existencia, de que está ahí aunque no lo veamos».

Después Diego tira de la cadena y pone en marcha así una vez más un circuito abierto que es recorrido a trompicones. Como le dicta la costumbre, se lava las manos y evita mirarse en el espejo; y sigue pensando.

«Que yo sea otro es físicamente imposible. No pueden darse dos cosas en un mismo espacio. Sin embargo, cualquier espejo me ofrece la posibilidad de ese espacio doble que necesito para ser yo y otro al mismo tiempo». Entonces quiere comprobar que es cierto lo que piensa y clava sus ojos en el reflejo que clava sus ojos en él. «Es divertido jugar a adivinar qué estará pensando ese de ahí», dice para sí mismo, «como si fuera posible». Diego sabe que puede meter el brazo hasta el codo en ese espacio insinuado justo enfrente con un realismo brutal. Sigue mirando su reflejo y no le resulta difícil desvincularse de él, quitárselo de encima. Así nota el odio ajeno. Inspirado por él mismo, claro, pero originario del otro lado. Y el placer que le produce ese odio. «Puedo meter allí cualquier cosa», piensa.

sábado, 13 de noviembre de 2010

A alguien se le cae un bebé de las manos


Estoy cansada, estoy cansada. Vaya hijos de puta. Te lo dije. Que el tiempo se detenga. Soy un niño y los niños nunca mienten: tenemos los deditos pequeños. Había quedado mañana para ir a un picnic, por la tarde. ¿Qué dices? No, mañana tengo que estar en la oficina a primera hora y ¡es improrrogable! La maldita alergia. El sol. Terriblemente cansada. Es que esta tarde me sangró la nariz, incluso tuve que pasar el mocho por el salón. No me gusta el mundo. Este sol. Poner el pie debajo, o la pierna. Ahora ya no importa todo eso. No hay nada importante. Que no haya tiempo que pasar. Hasta aquí, ya está bien. Necesito tiempo. Quiero estar en otro lugar. Dame una palabra en la que apoyar las mías. Quería ser otra cosa. Quería ser una persona honesta y no mentir. Algo que no esté en el mundo. Pero ahora no toca defender a nadie. Ahora, no nos engañemos, toca quedarme aquí, con mis sudores fríos. Con eso de ahí.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Volver

Si no puedo apoyarme en los planetas, ¿de dónde saco entonces un espacio en el que escupir sin salpicarme? Necesito otra vez esa plastilina con la que engañar a los dedos, con la que consigo que dejen de hurgar hacia dentro; olvidarme de pensar en ese coronel que está ya forzando la cerradura y que siempre ha querido probarse mi ropa interior. Porque intentar volver es siempre desear aquel momento en el que no fui el que en realidad soy, cederle todo el terreno a ese fantasma que tiene mejor cara que yo.

jueves, 28 de octubre de 2010

Epistemología #1

Ayer me pasé el día pensando en que siempre me equivoco. No a la hora de marcar un número de teléfono o de elegir el bocadillo de la carta en cualquier bar cutre. Tampoco me refiero a cambiarle el nombre a la gente que conozco. Es otra cosa. Me equivoco al meter en conjuntos, al separar el blanco del negro. Esta mañana, precisamente en la ducha, he descubierto el porqué de mis errores: había olvidado que las sensaciones son necesariamente ciertas, mientras que las ideas no.

*

Ahora escribo encaramado a lo más alto de las paredes de mi habitación porque hace un rato he retomado —como otras mil veces— la lectura de Ser y tiempo y he encontrado esto:

«’Verdadero’ en el sentido más puro y originario —e. d. de tal manera descubridor que nunca puede encubrir— es el puro noein, la mera percepción contemplativa de las más simples determinaciones del ser del ente en cuanto tal».

Y poco más tarde esto otro:

«Lo que no tiene ya la forma de realización de un puro hacer ver, sino que al mostrar algo recurre cada vez a otra cosa, y de este modo hace ver algo como algo, asume, junto con esta estructura sintética, la posibilidad del encubrimiento».

*

Por ejemplo, entra en el vagón del metro una chica guapa. Mira al suelo y en la forma de hacerlo leo con sorpresa lo que está pensando. Recientemente ha descubierto que merece la pena, además de estar aquí con la mayor fuerza, con los pies bien clavados al suelo, con la máxima estabilidad, merece la pena —y de esto se dio cuenta anoche, aunque no fue capaz de explicárselo a su compañera de piso— merece la pena expandirse, estar presente más allá de uno mismo. Pero no porque ella piense que es nada especial, sino porque ayer vio el vacío en la mirada de otra persona, vio allí también la ausencia de remordimiento y, al verlos, los reconoció y los identificó como falta de humanidad. Y eso es lo que merecía la pena extender. No todo lo que ella era, sino sólo su forma de ver las cosas que, al fin y al cabo, era de algún modo ella misma.

Un poco aturdido por mi observación, le dejé un hueco en el vagón y me preparé para desearla en silencio, para enamorarme profundamente sin moverme del sitio, construir un amor a base de intuiciones. Y al fin y al cabo cualquier intuición es una supuesta verdad, así que en torno a ellas creé un espacio en el que zambullirme entre Avenida de América y Bilbao. Pero este espacio no era ni verdadero ni falso. Sólo la proximidad de su cuerpo, sólo las sensaciones que yo mismo me inyectaba con mis ensoñaciones, sólo eso era una indiscutible verdad.

Al salir del vagón, la forma en que la chica me dejó paso, mirando hacia su reflejo en los cristales de las ventanas, atusándose el cabello, me dijo que había errado, que anoche no habló con su compañera de piso después de haber estado apoyada en el alféizar de la ventana abierta, mirando en la calle a un hombre con las manos encima de sus hijos; o al menos no lo hizo del mismo modo en que yo lo había imaginado, sino de otro, otro cualquiera que ahora no podía ver con tanta claridad.

Pero esa era otra forma de equivocarme.

domingo, 17 de octubre de 2010

Casting

La casa empieza por su comedor. En él los patitos de goma habitan una mesa, suman cinco y son de diversos colores. Cuatro de ellos están emparejados y se miran atentos a los ojos. El quinto, en cambio, mira a otro lado, más allá del borde de la mesa, donde no hay nadie.
Pese a su indudable importancia, Lara no está atenta a los patitos porque ahora mismo busca algo en su ordenador que no puede provenir realmente del interior de su ordenador. Por eso escribe en la barra del Google «el veneno más potente y más discreto».
En ese momento Diego da manotazos al aire y mete su cuerpo entero en el comedor como si todo el mundo asistiese a sus procesos mentales, como si el Universo se moviese al ritmo de sus pensamientos. Lara mira entonces de reojo el balcón y ve temblar en el aire el reflejo de una ligera y atroz —por lo menos a ella se lo parece— tela de araña. «Tengo que acabar con esto», piensa.
—Vale, ya lo tengo —dice Diego—. Pondremos el trípode aquí, frente al balcón, para que le dé la luz en los ojos; y encima ponemos la cámara de vídeo…
Lara, temerosa de que las palabras de Diego hayan cambiado algo en aquel comedor, observa detenidamente el espacio que la rodea hasta comprobar aliviada que todo sigue organizándose en torno a la mesa baja que hay en el centro. Después retoma y agarra para que no se le escape el ansia de exterminio que hay en el centro de su ánimo y así, por fin, puede replicar a Diego:
—¿Qué cámara de vídeo?
—Ah, ¡yo qué sé! —grita él hacia las paredes, andando de un lado a otro—. Conseguimos una y punto.
Porque es muy importante para Diego que lo que lleva dentro rebote contra el exterior, que las sillas acaben cabeza abajo de vez en cuando, que los cuadros caigan por el viento.
—Y el trípode ¿de dónde lo sacamos? —sigue preguntando Lara.
—Tengo un trípode en mi habitación —contesta Diego mirándola a los ojos por fin.
—¿Tienes un trípode en tu habitación?
—Sí. Y si me apuras me pongo a buscar por los cajones y encuentro hasta una cámara de vídeo.
—Bueno, haz lo que quieras.
Diego se para en seco frente a los patitos de goma. «Ojalá venga una siamesa», desea en silencio mientras los observa. Se ha pasado toda la mañana pensando en hermanas siamesas así en general y ahora mismo, por alguna razón que no comprende, ha vuelto a hacerlo.
—Pero eso ¿para qué? —pregunta Lara más por reproche que por curiosidad.
—Es que no me has dejado explicarme —a continuación Lara invita a Diego a continuar mediante un gesto con las manos que viene a decir «adelante»—. Tú serás la que hace las preguntas, ¿vale? Lo sentamos aquí —se sienta él mismo en un sillón blanco, abre mucho los ojos, luego los deja entreabiertos como si le molestara algo—, que le dé la luz en la cara y si hace falta encendemos el flexo ese que hay por ahí hacia aquí. Encendemos también la cámara y le decimos que si quiere ser grabado. Si nos pregunta le respondemos que es condición sine qua non. Si realmente le interesa, se quedará. Yo, mientras tanto, he encendido discretamente la calefacción.
—¿En agosto?
—Precisamente —silencio y mirada penetrante hacia Lara—. Y también me he quitado toda la ropa, ¿vale? Y me he puesto zapatos de tacón y unas bragas de encaje que le pediré a la Charo, mi amiga de Cáceres.
—Ahora es cuando dejo de escucharte.
—Y me meto detrás de la puerta de la cocina, aquí —y se mete detrás de la puerta cristalera de la cocina—, en cuclillas. (Recuerda que no llevo más que bragas de encaje y zapatos de tacón… Es posible que también un liguero, ya veremos.) Y entonces, como va a estar de espaldas, entonces respiro fuerte, como quien está excitado, para que me oiga. Así —y respira fuerte exagerando—.Y si se gira y me ve yo me escondo un poco, pero mal, y eso ya va a ser la hostia, ¿vale? Mientras, tú le haces preguntas. Se me han ocurrido unas cuantas. A ver qué te parecen —saca una libretita del bolsillo de atrás del pantalón y Lara finge con torpeza que todavía no escucha, que está atendiendo a otras cosas—. Esta es una: «¿cuál crees que es tu peor virtud y tu mejor defecto?». Eso le rompe el cerebro a cualquiera —una risilla burlona escapa de los labios de Lara—. Le preguntamos también si piensa tener hijos o familia, si le huelen los pies, si tiene problemas con las heces de los hurones o si acostumbra a usar el baño entre las siete y las siete y cuarto de la tarde…
—¿Quién va a aguantar todo eso, si puede saberse? Y ¿para qué?
—No sé. Me da igual. ¡La gracia está en que lo habremos grabado todo en vídeo!
De repente suena el teléfono. La mesa baja cruje y parece perder el equilibrio por un momento, pero continúa firme. Las cosas a su alrededor siguen situadas a su nivel —como el sofá y las piernas de Lara—, bajo él —las revistas, los pies de Diego— o sobre él —la lámpara, los brazos de Diego, la cara de Lara—.
«Ya está, piensa Diego, se trata de aquellas siamesas que sentían la ausencia de la otra hermana cuando eran separadas, como ocurre a veces con los miembros amputados». Furtivamente, Lara mira otra vez al balcón, pero ya no puede ver ninguna tela de araña. De alguna manera esa desaparición la alivia y la decepciona al mismo tiempo. «Nada de eso importa, piensa, tengo que encontrar ese veneno».
El teléfono sigue sonando.
—Es uno de ellos —dice Curro justo antes de descolgarlo.

martes, 5 de octubre de 2010

Cuentas pendientes


Te imagino mordiendo la esquinita de una mesa, como si yo hubiera decidido escribir una novela al año. Por alguna razón tienes los ojos de color gris. Una telilla crea una bolsa rellena de humores turbios entre el mundo y tú. Y muerdes y chupas y reblandeces así la madera de la mesa con insistencia canina. El sabor es el de siempre. Ya conociste las otras esquinas. Ya sabes que es escupir las astillas y tragar la saliva cuando está a punto de caer, cuando ya es demasiada y cuando su sabor es el de siempre. Atento, bien atento al proceso de arromar las puntas. Una cosa predecible, una cosa ya sabida. Y roes como cualquier animal que busca algo. Pero tú no buscas nada. Tú roes de forma pura. No haces nada más que roer royendo. Te quiero así. Tienes mi bendición. Yo te ordeno. Tú mandas. Dos veces más. La mesa es tuya y el salón es mío. Consígueme una lucha así para mis tardes libres. Toda mi fe está en ti. Soy tu esclavo. Me gustaría que, por una vez al menos, tuvieses la claridad mental suficiente para fustigarme. Durante las horas en que es de noche. Como si solo haciendo estos tachones en el texto pudiese llegar al final de la página. Como me merezco, cariño.

viernes, 1 de octubre de 2010

Aquello que tememos

Alguien a quien podamos abrir en canal, manosear las raíces de todas sus puntas, deformar a nuestro gusto el sentido de su mirada. Porque las verdaderas terceras personas no tienen segundas intenciones, quiero decir que no vienen a decir nada. Nadie les puede echar el cierre. Son como tú y como yo, pero con la ventaja de que serían sus manos las que nos comiésemos y no las nuestras.
Podríamos convertirnos en un niño que dibuja en el otro aquello que teme. La forma de evitarlo es ser ese niño los dos al mismo tiempo. Que su dibujo quede así fuera de nosotros.
Ni tú ni yo, sino una tercera persona.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Una cosa que me pasó

Una apisonadora de luz, un trueno de piedras crujiendo. Hoy las arrugas del cielo brillan tan fuerte que las luces de la ciudad enmudecieron. Todo el ruido, lento, cae sobre mi cama. Cierro los ojos y descubro que el sueño es un aguacero de hombres desnudos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Niño o árbol

Algo que va a ras de suelo. A simple vista parece que esté conectado, que un hilo muy fino le transmita la fuerza. En cambio, si uno se fija bien, se da cuenta de que hay una distancia pequeña pero insalvable entre el mundo y él. Es esta la razón por la que sus movimientos son tan rápidos, tan libres. Pero, por lo mismo, su conducta es tan errática como el viento que le empuja. Cabe preguntarse, pues, si el sentido debe buscársele en su trayectoria o más bien en la resistencia que ofrece. Es decir, lo importante es saber si es mecido o si meramente cimbra.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Campamento dorado

Voy a volver a las calles. Porque en ningún otro sitio los árboles son seres que desean evidentemente, extendidos hacia la luz y el agua del mismo modo en que ansiamos nosotros, ansiando como nosotros nos extendemos. Voy a volver a ese lugar desde el que es fácil inventar cualquier verdadera diferencia entre metonimia y metáfora —pero esto en realidad siempre es fácil para un capricornio—, donde vale el primer genio maligno —o ascendente recién sacado de la manga— que te venga a la mente. Y además vale sin mayor problema. Porque tampoco es cuestión —nunca lo fue— de poner cosas de por medio. Se dan los pasos hacia delante y de frente. De vez en cuando uno se para y mira algo que se mece. Comprende entonces que quien ha aprendido a escuchar a los árboles ya nunca más quiere ser un árbol. Pero la razón —y esto Hesse se lo calló, creo— es que quien aprende a escuchar a otro es ya ese otro.

domingo, 22 de agosto de 2010

¿Por qué? Sí, ¿por qué?

He hecho un acto de valentía y coraje: apalizar a los importantes y salir ileso; pero… ¿Por qué me siento mal? Me lo pregunto y sé exactamente por qué. Ha sido todo como en las películas, bueno… todo no, y eso es lo que me preocupa. Justo el final, el final feliz de las películas el cual odio tanto ha sucedido en realidad y justo yo he creado ese fin. Los malos por el suelo, muertos o casi muertos y el vencedor, el bueno, se levanta ensangrentado pero con el pelo bien hecho; ojos azules, pelo rubio, alto y de una musculatura y belleza sorprendentes. Las chicas, todas bien formadas, se abalanzan sobre él sin que les importe que sus ropas nuevas se manchen de sangre y que su apestoso hedor a sudor les atasque la nariz. Ese no era yo, desde luego, pero la impresión principal de ese final feliz la podías sentir cuando volvíamos con el balón —que nos habían literalmente «robado»— en las manos, sudando, pero no ensangrentado; y el chulo de la clase con la boca abierta maldiciendo a viva voz.
Las chicas no se nos echaron encima, ni siquiera me fijé en ellas, pero sé que se lo pasaban bien, pues las oí reír cuando hablaban con doña Mª Jesús y ella dijo:
—Son idiotas.
Sólo eso bastó para que todos se burlasen a carcajadas de los chulos, los importantes, en dos palabras: los malos.
Éramos los chicos de la película, Carlos y yo, éramos nosotros, después de aplastar, patear, saltar, correr y pegar rodillazos aún me quedé con ganas, como Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger en casi todos sus filmes de acción.
No tuvimos ese día otro enfrentamiento. Se acabaron al pensar que Carlos les podía reventar el cráneo a cada uno de ellos casi sin esfuerzo y en un abrir y cerrar de ojos y que si alguno se le escapaba… yo era bueno y ágil golpeando.
Escrito entre 1995 y 1996

domingo, 15 de agosto de 2010

Un emo en la Vall d’Uixó

Que nadie se extrañe. En este pueblo no se puede haber sido otra cosa que un niño romántico, es decir, un crío que se queja, es decir, un bicho negruzco que fabrica una crisálida para meterse dentro. Es fácil descubrir que eres insignificante si nadie te avisó a tiempo de que no era obligatorio rellenar la estantería con lo primero que te dan. Aunque ofrezcas resistencia, por sus calles sólo se puede andar volando porque las frases de las que están hechas las aceras apenas son aprovechables y las ventanas suelen ser lugares desde los que te asomaste un día. Sobrevolar los tejados de este pueblo no es una opción cuando te dio por moldear del revés tus propios pies y ahora el ritmo exigido es inalcanzable. Lo que se me hace difícil de explicar es la soledad: que esta noche nadie más dance con los murciélagos, escuche desde lejos, coma mosquitos, observe conmigo ventanas ya vetadas.

domingo, 1 de agosto de 2010

Veo veo Valencia

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En casita.

Chicharras. The Ministry of Silly Walks. Librería de mujeres. Juanita la lagrimosa. Un ventilador pequeño. Librería de idiomas Babel. Una taza de Bob Esponja. Coca-cola. Insomnio. Mercè Rodoreda. Jesús durmiendo. Dobra en su habitación. Vanessa durmiendo con Isa. Un mantel de Bob Esponja. Un calcetín gris con rayas negras en el suelo. Una guitarra. Dos sofás rojos. Las palomas conversando. Dos televisores apagados. Varios vasos de cristal. Tabaco de liar. Una bolsa grande y cuadrada de Scooby-Doo. El Apartamento. Mi cinturón en el suelo junto a la cartera y un paquete de pañuelos de papel. Chicharras. Un rumor que debe de venir de un carrito de esos que limpia las calles. Perros ladrando. Niños jugando y algunos padres. Chicharras. Una diana. Un calendario de Charlie Brown. León el terrible. Las doce menos cuarto. Yo voy vestido de negro. La funda de la guitarra. Oye, ven aquí, ven aquí. Botellita de agua casi vacía. Las chicharras. Un flexo. Perros ladrando. Jesús durmiendo. Cables. Enchufes. Galletas.

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En la playa.

Justo cuando todos los hechos se estaban dando a mi alrededor, pero lejos, y yo estaba sumergido en una posibilidad infinita y por eso borrosa, me he preguntado de nuevo por el sentido. ¿Cuál es la forma más coherente de vivir en un mundo que se sabe sin sentido? Como si no fuera exactamente la misma pregunta absurda de siempre planteada de otro modo; hacérsela una y otra vez como si fuéramos tontos.

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En el río.

Moscas. Barandilla. Bandera. Estrellas dentro de la bandera. Cielo. Diente. Matrícula. Radio de rueda de noria. Dragón. Zapatilla. Banco. Moscas. Botella de agua. Gulliver. Persona nadando sobre el césped —porque un río siempre es un río—. Magdalenas. Bicicletas. Calor. Moscas. Mírame. Veo veo.

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En casita.

The meaning which make us catch the train frente a cierta persona que apenas habla y que es preciosa no sólo mientras sube y baja en el aire, pero especialmente entonces. Varias ediciones confluentes de La guerra de las salamandras. Lectura y debate de Pierre Menard, autor del Quijote. The meaning wich make us pass the examination frente a una chica sin voz propia para conversar con las dificultades. Y, por supuesto, el miedo a hacer daño —como una chicharra— y el deseo —también como una chicharra, pero en este caso ambigua—. Las palabras de Woolf fueron para Isa y para mí.

domingo, 18 de julio de 2010

Rusalka

Pero tú, pequeño, no me vas a hacer daño. Ya todo me lo hice yo. ¿Qué me vas a contar? Quise degradarme por voluntad propia y mi estado actual es todavía peor de lo que desee. Ven aquí, tócame. Yo le amaba, ¿sabes? Le abracé antes de que él pudiera abrazarme, le besé antes de que él supiera que yo podía tener labios. Se bañaba en mis aguas cuando yo no era más que agua. Agua deseante. Mira, la curiosa luna escudriña nuestras almas. Es por eso que su sonrisa es socarrona esta noche. No puedes rechazarme. Te llevo siglos de ventaja. Ya todo lo desdeñable que había en mí fue desdeñado. ¿Sí? Y ¿cómo pretendes hacer eso, pequeño? ¿No me escuchas cuando hablo? ¿Acaso no te dije que soy inmortal? Nunca nadie había encontrado el camino que lleva a mi cueva desde que vine a vivir en ella. Nunca nadie me había mirado desde entonces con esos ojos. Yo una vez fui hermosa, ¿sabes? Pero mis pies no me servían para caminar. Le pedí ayuda a mi padre y me recomendó a la bruja del lago. Me gusta que me mires así. Tiene que quedarte bien claro que esta cueva que habito no pertenece a tu mundo. No quiero saber nada de tu mundo. Todavía recuerdo aquella mañana. Mi precioso cabello dorado chorreaba pegado a mi cuerpo. Su trofeo de caza. Hermanas, hemos perdido a una de nosotras. La más preciosa de sus ciervas. No más que magia que pasará y se disolverá en nieblas errantes. No es morir lo que deseo, porque ya estoy muerta desde tiempos inmemoriales. Lo que quiero es ser nada. No, idiota, ser amada no. Ser na-da. Desaparecer. Pero era inconstante. No merezco más. El monstruo. Ellos me llamaban el monstruo. En vano buscó en mis ojos para entender el misterio. Odioso mundo el de los humanos… Por cierto, ¿has visto ya los blancos pétalos de los nenúfares? Ellos eran mis únicos acompañantes en esta fría cámara nupcial hasta que llegaste tú. Te quiero mucho. Hay cosas que tienes que aprender. Nunca me lleves la contraria. No hay diferencia entre querer y dar la razón. Cuánta razón tenía mi padre: lamentable y pálida fui, blanca y fría sonámbula, caída en la red de mi propio mutismo. No te interesas por mí. Se nota. Tienes que hacerme sentir especial. ¿Que cómo dibujo estas cucarachas? Simplemente mojo el pincel en el agua oscura que ahora empapa tus calcetines… Me gusta crearlas para morir. Hacerlas mortales. Que mueran. Nacida de templadas aguas, no sé lo que es la pasión, por eso disfruto al contemplar el extraño fuego que arde ahora en tus ojos. No es más que una eterna herida. Pero él no era constante. Eh, tranquilo, estoy aquí. No voy a desaparecer de repente. Viva y muerta al mismo tiempo, no puedo morir del todo, ni tampoco estar completamente viva. Dibujo lo que deseo. Ellas también nacieron del agua, y ahora son mis nuevas hermanas. Vivo a solas con ellas. ¿Acaso crees que para mí es fácil? Me gusta que tiembles así. Me aturde tu calor. Luego el pelo se me tornó del color de la ceniza, mis ojos se apagaron. Ah, tú estás completamente enamorado de mí. Comprendo que estés asustado. Sólo sangre humana puede lavar mi herida. Pero que quede claro que fue él el inconstante. No quisiera hacerte daño, pequeño. Soy sólo una burbuja vacía. La inconstancia es mi esencia. Nunca más le veré. Ni quiero. Que sea feliz. Ahora extravío a los viajeros en los cruces de caminos. De mi abrazo no hay retorno. Una cosa que no vale la pena. Ya lo ves, amor mío, al final se trata de morir o de matar. Tú me amas, me amas. Y si no puede morir aquello que no está vivo, ¿qué crees que pasará ahora, pequeño? Una inutilidad pálida, lunar, como mi padre decía. ¿Morirías por mí? Hazme caso. Toda pasión es una pérdida de tiempo. Anda, vete.

domingo, 11 de julio de 2010

El ACMÉ

Para que nadie se sienta defraudado —pero eso a veces es inevitable— en la puerta del ACMÉ ya lo dice claramente:

PARA ENTRAR AQUÍ SE REQUIERE TODA LA ESPERANZA POSIBLE.
Una vez se entra es sábado y la bandeja de metal es un espejo circular y a Necker le duele la cabeza y juraría que hay espacios que apuntan a otros espacios. Pero quizá se deba únicamente a que las luces del cuarto de baño se sostienen gracias a la cinta americana. Con cinta americana el desagüe del grifo de la cerveza, las patas de cada mesa, el pomo de la puerta, las puertas del baño, la cafetera toda, cada manguito, las estanterías, las baldosas. Las gasas. Las uñas. El pelo. Los sexos. Y las palabras.

Necker se pregunta cómo se puede escribir sobre el deseo desde un bar repleto de cucarachas. ¿Qué ganaríamos con eso si cada taza de café es la casita de una familia de insectos? Por eso Necker no le dice a Mario que quiere ser un cuerpo abierto al mismo tiempo en los dos sentidos de una misma dirección. ¿Cuál crees tú que es la chica más guapa que hay esta noche en el ACMÉ? Uno de esos días en los que los objetos no te siguen la corriente, venga a gastarse el dinero la gente en cubatas. Casa de cabro. Me voy al segundo un cuarto de baño. ¿Cuál es el cóctel más dulce? Tu puta madre en almíbar. Necker se pregunta qué más puede hacer para que todo el mundo sepa que por dentro no es más que un caramelito tembloroso. ¿Que no sabes que hoy estoy demasiado sensible? ¿Cómo es que no te das cuenta? Si me das la mano, ¿no me estás tocando el corazón? Cuando Mario dijo aquello de hoy pienso emborracharme, ¿quieres una copa? ya era demasiado tarde, pero cuando dijo yo de Dubonnet con hielo, las rodillas de Necker se pusieron a repicar ellas solitas. ¿Es que nadie entiende el amor como yo? Mario dice —mientras machaca la hierbabuena, el azúcar, el zumo de limón y la angostura— debes aprender más de ti mismo y no pensar sólo en mí. Y quieres que el lavavajillas digiera las copas rotas, que sean ellos, pues, quienes hagan las restas, que la caja registradora no caiga por su propio peso, que el agua deshaga también los pelos como hace con el papel. Mario dice —mientras añade la nata líquida a tres rusos blancos, mientras calienta la leche para un cortado, mientras cubre de nata montada un brownie acabadito de hacer— no puedo continuar siendo sólo tuyo. Que los discos dejen de sufrir ataques de ansiedad, que el corazón te permita preguntarle de qué tamaño la quiere sin que tu voz parezca un pequeño saltamontes. ¿Me dejas pasar, por favor? Mario dice —mientras desliza un trocito de pepino dentro del Hendrick’s— puedes pegarme todo lo que te dé la gana, pero yo ya no te quiero. Perdona, pero ¿eres tú la cocinera? Que no se te note, que sea suave al devolverle el cambio en la mano, que no te miren más, que no te miren más. No creas que no me acordaba. Que no te pidan precisamente Ribera de Duero. Encantada. Que quede seitán para toda la noche. Esto que has puesto es Lou Reed, ¿no? Que querer no sea tanto. Mayte no me había dicho que tenía un hermano. No querer tanto. ¿Qué haces luego? No querer así. ¿Puedo pagar con tarjeta? Claro. Pero restos de insecto aparecen pegados al ticket justo debajo de FIRMA DEL CLIENTE. Justo hoy hace diez años que me enamoré por primera vez. Necker ha visto que uno de los granos de café preparado para pasar por el molinillo se movía por cuenta propia y quisiera que nadie le pida un cortado esta noche y que nadie le pida usar nunca más ya la cafetera. No quiero olvidar. ¿Qué hago ahora con estas perlas de lluvia venidas de países donde no llueve? ¿Nadie ha visto dos extremos alejarse desde el centro? Justo antes de que Mario coloque la cecina sobre la tosta, una cuqui se da prisa y se esconde en uno de los huecos de la levadura. Dos minutos más en el hornillo y la cena estará lista. Mientras, una chica nacida en Luxemburgo quiere una caña sin y Necker no podía saber que esa cucarachita había elegido para pasar la noche precisamente el interior de ese grifo de cerveza. No quisiste comprender mis palabras imposibles. Te conté la historia de ese príncipe que murió sin haberte encontrado, sin haberte siquiera buscado. También la de esos dos amantes que se calcinaron el corazón mutuamente. Carlos recoge el cigarrillo del cenicero creyendo que no lo comparte con nadie y de repente hay una explosión y algo negro sale volando en llamas y el cigarrillo acaba descapullado. Me queda la sospecha de que ella intentó amarme. A menudo se ha visto que de improviso arde un volcán que se creía mudo, que las tierras quemadas de nuevo reverdecen, que el sol parece incendiarlo todo uniendo el rojo y el negro justo antes de que la oscuridad sea completa. ¿Quieres deprimirnos a todos, Mario? Quita eso, haz el favor. La chica que también viene los viernes por la tarde le da un sorbo al café y de su boca saca con la punta de los dedos una cucaracha hervida. No, Mario, pon otra cosa.

domingo, 4 de julio de 2010

El lenguaje secreto de algunos camareros

Ver a Necker trabajar era divertido porque cuando hacía cafés no los hacía y cuando cobraba en realidad también estaba regalando. Esto solía irritar mucho a la gente, pero para mí era un placer asistir a semejantes portentos, y por eso acudía al ACMÉ a menudo. De algún modo Necker se me hacía transparente como ninguna otra persona, aunque, por otro lado, resultaba ser para mí un verdadero misterio.
Hace unos días me sirvió la cena y la retiró al mismo tiempo de tal manera que el plato —ensalada de cous-cous con lima y hierbabuena— quedó en un curioso estado de presencia-ausencia. A mí me sobrevinieron unas ganas tremendas de levantarme y aplaudir aquel virtuosismo, pero el temor a que nadie entendiese mi entusiasmo y me tomaran por loco me obligó a dar las gracias en un tono meramente simpático. Necker me dedicó un gesto que no supe si interpretar como un reproche o una disculpa. A decir verdad ni siquiera estoy seguro de que me lo dedicara.
Tuve problemas para meter el tenedor en aquel plato intermitente, pues ignoraba de qué dependía su presencia o su ausencia. Al principio pensé que quizá debía yo adoptar una actitud concreta frente a la ensalada. Ensayé unas cuantas —dominante, pasiva, eufórica, depresiva, etc.—, pero pronto advertí que aquello era del todo inútil. Después probé con diversos grados de inclinación de mi espalda, pero el plato aparecía y desaparecía con independencia de mis movimientos. Tampoco mirar fijamente o de soslayo me proporcionó ningún resultado. Finalmente di con la solución: todo dependía de si concentraba mi atención en las hojitas de hierbabuena que yo sabía que contenía la ensalada. Pude así por fin cenar tranquilamente, pero con esfuerzo.
Mientras degustaba aquel maravilloso —nunca mejor dicho— cous-cous, pensé que una hojita de hierbabuena no era cualquier cosa. En cierto modo era posible justificar la propia existencia con una de ellas. Imaginé una hojita tallada de una forma indiscutiblemente hermosa. Imaginé después un sistema filosófico infalible creado en torno a sus nervaduras. Luego toda una sociedad entera basada en su olor y su sabor, en su color, en su tacto. Ciudades enormes entregadas a las propiedades de una hoja singular y hermosa. Un mundo que se ha dado cuenta de la belleza que puede haber en una simple hojita…
Sumido en aquellos pensamientos terminé la ensalada y, en el centro del plato, evidente y majestuoso, restó el flamante objeto de mis cavilaciones. Yo la observaba atento y entregado. Después, movido por la admiración que me despertaba, quise construir edificios en su honor, escribir páginas perfectas para merecérmela, acercarla a mí, subyugarla, dominarla, poseerla en definitiva; y pinché el tenedor en la hojita y me la llevé a la boca. Tragando felizmente me percaté de cierta cosa: aquella hojita ya no estaba en ningún lado. Yo me la había comido. Bueno, pensé, supongo que es posible sublimarse mediante una hojita de hierbabuena, pero desde luego nunca interviniendo en ella…
Entonces mi mirada se cruzó con la de Necker que, desde detrás de la barra, me contemplaba como si con su forma de servir-retirar mi cena hubiera querido que yo me fijara precisamente en esa hojita, o como si estuviese pensando qué era exactamente lo que había servido en mi mesa para no equivocarse a la hora de sacar la cuenta. En sus ojos vi decepción e indiferencia. ¿Había entendido mal el mensaje? ¿Acaso no me sentía ni mejor ni peor después de comerme la ensalada? Al fin y al cabo, ¿existía aquel supuesto mensaje? ¿Cómo podía estar nadie seguro de nada que tuviese que ver con Necker?

domingo, 27 de junio de 2010

Una niña en el ACMÉ

La noche en que la niña entró en el ACMÉ, Necker todavía trabajaba allí. Fue sobre la medianoche cuando apareció con un chico a un lado y una chica al otro. Él, el chico, hablaba de sí mismo, hablaba sin parar, salpicaba al hablar y, cuanto más bebía —pudo comprobarse poco después—, más salpicaba y más hablaba. Ella, la chica, miraba a un lado y a otro y procuraba estar bonita, brillar, sonreír, ser suficientemente infantil.
A Necker le resultó extraña y normal la presencia de estos tres individuos. Sirvió las copas que le pidieron como quien no las sirve y después se agachó para llenar el lavavajillas, ignorándolos, mientras todo su ser se inclinaba hacia ellos porque quería comprenderlos.
Desde el primer momento saltaba a la vista la conexión. Necker era un cuerpo que avanzaba al mismo tiempo en los dos sentidos de cualquier dirección y la niña era un cuerpo dividido en dos mitades enfrentadas de tal manera que hacían apenas posible el movimiento. Era del todo irrelevante cuál de los dos estuviera dentro o fuera de la barra.
En un momento de la noche dos guiris en minifalda pidieron sus copas y, como si la espalda de la niña no fuera en realidad la espalda de una persona y precisamente porque lo era, una de ellas deslizó sus dedos despacio por allí desde la nuca a la rabadilla, muy lentamente, como una caricia de amante a primera hora de la mañana y como quien pretende accionar un interruptor. Necker les sirvió las copas mirando a los ojos de la niña y supo así que nadie en todo el ACMÉ había comprendido que ella era en realidad una niña, porque al mismo tiempo no sólo era eso. Claro, el chico a un lado, la chica al otro y ella precisamente en medio, pensó Necker. Un puente, un espacio transitable, dos cosas a la vez y ninguna de ellas.
Excitada íntimamente por aquella caricia de una extraña —no necesitó comprobar que se trataba de una mano de mujer—, la niña se vio obligada a entrecerrar los ojos y conectó con los de Necker. En ellos se vio a sí misma dos veces y no se sorprendió demasiado por haber olvidado una vez más la ambivalencia de su identidad. Luego miró a su alrededor y pensó dejadme en paz, yo sólo quiero volar. Se detuvo. Pero en realidad no es eso. Incluso su mirada se detuvo al observar la caña que había entre su dedo índice y pulgar. ¿Qué es lo que quiero en realidad? Alzó los ojos y los hizo coincidir de nuevo con los de Necker que, como ella misma ya había intuido, estaban allí esperándola. Es sorprendente y de algún modo intrigante el hecho de que ellos dos se parecieran tanto… Se sonrieron como uno se sonríe en el espejo al verse menos ojeroso.

domingo, 13 de junio de 2010

Con las manos en los bolsillos

Pararte. Cerrar los ojos. Hacer las cosas lo mejor posible. Callarte lo malo para no contradecir la versión oficial. Que se piense de ti precisamente lo que se piensa de ti. No asegurar porque ya está bien de convicciones. Nada que adivinar. Abrir los ojos y que el deseo te agarre del cuello desde un semáforo en Las Ventas —sí, fue una mano larga de agujitas lo que se cerró en torno a tu cuello entonces—. La mirada embellecida por una fachada y la luz que en ella rebota. La atmósfera limpia porque acaba de llover. Volver a cerrar los ojos. Que al fin y al cabo tengas razón. Que después de todo no se trate de comentar a dúo el mundo, de conseguir, de estar… Claramente, no tener tampoco la razón en eso. Abrir los ojos. Seguir.

domingo, 6 de junio de 2010

Aparecer en los sueños de los demás

Él no tiene la mano encima de nadie ni quiere tenerla. No sabe tener la mano encima de nadie ni quiere saberlo. Él sólo mira con sus ojos enrojecidos y espera indefinidamente. Es alguien que espera. Levantarse mañana a las siete y ahora estar aquí, conmigo, explicándome que ellos le habían dicho que nunca volvería a caminar. En un sitio tan pequeño. Marlboro. Coger el cubata con sus dedos con sus uñas. Levantarse todos los días. La camarera le conoce por su nombre. Da igual si es Navidad o Pascua. Él no tiene nada que hacer cuando no tiene nada que hacer. «Yo no vuelvo a cerrar el bar». Pero, aunque le dijeron que no volvería a caminar, no hizo caso. «Y cogí las muletas y todo el pueblo arriba y abajo, iba del Carbonaire a San José, y la gente diciéndome que me llevaba, parando el coche, que subiera, xa, home, puja! Y yo que no, que lo hacía, aunque no pudiera, porque quería». Muerde el limón de su cubata. Si te tienes que levantar, si quieres levantarte… Anoche, me dice al oído, soñó conmigo. En su lecho de muerte rechazaba la extremaunción. «¿Para qué quiero yo un cura? A mí que me traigan al Fran. Tengo que ver al Fran». Me moja la oreja. Alguien me buscaba y yo dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo para acudir mientras el cura, molesto, esperaba fuera sentado en una silla cerca de la puerta. «Fran, me decía, que todavía no has escrito el libro del bar, de la historia del bar. Siéntate aquí, que te lo tengo que contar todo». Noto la calidez de su aliento, el ron de su cubata. Como si fuera su amante. Como si me hubiera estado esperando a mí también. Y yo en su sueño me sentaba, claro, para que él pudiera empezar el relato de la historia del bar, que en realidad era su propia historia. Y ahora estoy escuchándole sinceramente. Haciendo que su interior tenga eco dentro de otro interior. «Yo sé que tú lo harás». Estremeciéndome por sus palabras.

domingo, 23 de mayo de 2010

Rapunzel

Llevo toda la semana pensando en que la solución tiene que pasar necesariamente por un enfoque espacial del problema. Una fiesta, por ejemplo, hace que las cosas fluyan mejor o que ofrezcan mayor resistencia, porque hacer planes para los demás es un regalo y una putada al mismo tiempo. Y precisamente esta noche, caminando por el almacén, allá abajo entre todos los invitados, ella no sólo era preciosa.
Llevo toda la semana intentando escribir sobre Rapunzel, porque su problema es el mismo. Se trata de otra cuestión espacial. Y precisamente esta mañana, antes de despertar, algo había hecho que el día de hoy ya fuese importante. [El sueño empieza con mi hermana pidiéndome que la siga. Después ella se cuela en el interior de un agujero de la pared, cerca del suelo, oscuro y presumiblemente sucio. No me atrevo a entrar enseguida. Primero paso la mano por dentro y saco fuera hojas secas. Parece que no hay más que eso en el agujero y por fin me decido a entrar. Llego así a una nave industrial abandonada de cuyo techo cuelga una cuerda que llega al suelo. Trepo por ella, pero de repente tres chicas guapas me persiguen. Retomo con más ganas mi escalada porque no quiero que nadie me acompañe. Me doy cuenta de que si no fuera por ellas —por mi deseo de perderlas de vista— nunca hubiera encontrado la fuerza suficiente para retomar el ascenso. Llego arriba del todo y las tres chicas son pequeñas figuritas de barro que deshago con las manos queriendo sólo articular sus miembros para comprobar si es posible jugar con ellas. En la pared hay una puerta normal, de las que dan paso a una habitación cualquiera en una vivienda cualquiera. Detrás de ella encuentro un espacio que me resulta familiar, aunque nunca antes haya recorrido ese trayecto para llegar a ningún lugar y nunca antes haya abierto la puerta que lleva a él. Una ventana da al exterior, por ella entra mucha luz y a lo lejos deja ver un edificio hecho con sillares. Quizá sea una iglesia, quizá un castillo. El silencio es absoluto y yo siento que la habitación es un lugar agradable. Hay una estantería con libros, un sillón con pinta de ser cómodo y una cama. Me doy cuenta de que la cama es la mía, es decir, la que tengo yo en mi casa, la misma. Sobre ella está también mi libreta con un poema a medio escribir tal y como la dejé antes de salir de casa a toda prisa. «Dad miel a los monos» es el último verso que llegué a garrapatear. Debajo alguien ha escrito «sigue dando de comer a esos monos». Reconozco la letra de mi hermana y me alegro de que me apoye en algo tan íntimo. Contento, me siento en el sillón a leer y disfrutar de esa habitación que es en parte un lugar que todavía no había alcanzado y en parte un fragmento ya conquistado de mi propia casa]. Al despertar he recordado de golpe mi barba, la ducha, la música y el pendrive. Y la licorera. Después he salido de casa casi corriendo y con la sensación de avanzar despacio por más rápido que quisiera ir, pero esto era porque tenía todavía un pie en mi sueño y otro en la calle, y así ha sido durante todo el día.
Llevo toda la semana queriendo representar dos espacios para Rapunzel. Uno interior —éste iría entre corchetes— y otro exterior. Trazar un surco que sé que no existe. Inventar una línea imaginaria para que cada vez que está muerta le digáis —creáis— que de la madera pueden salir nuevos brotes. Que las paredes desaparecen al atardecer. Las sábanas como sistemas montañosos del revés —en los que la tierra es aire y el aire tierra— frente a los árboles meciéndose con el viento y los enamorados en el parque. Aquellas habitaciones iluminadas más allá de la avenida frente a los rincones simulados en su vientre por el reflejo de un rayo de sol a cierta hora de la tarde. La misma Rapunzel frente a la Rapunzel del espejo —prohibido mirarse en él cuando reina la penumbra—. Como si la esperanza y la belleza tuvieran una relación tan estrecha. Como si ya no importara mucho que sean los tristes quienes esperan.
Desearía que Rapunzel pudiera por una vez elegir entre lo que tiene más cerca y la verdad, pues en la fiesta se asomaba a la ventana y lanzaba sus trenzas —era verdaderamente conmovedor verla hacer eso— hacia el almacén porque abajo estaba ella y, como hemos dicho, no sólo era preciosa. Pero todos sabemos ya —hemos sabido siempre— de qué sirve serlo. Y de qué sirve esperar.

domingo, 16 de mayo de 2010

Els arbres de la senyora Natàlia

Però ja sé que no serviria de res parlar-te dels arbres. Encara que no pugues saber-ho, Sirenalada i Tu sou la mateixa cosa. Tampoc puc dir-te, per exemple, que les sensacions són necessàriament vertaderes, i els discursos no. Els arbres són sempre els mateixos, i la llum que els il·lumina. I Tu em parles ara de les lesbianes i confesses que no entens com és que diuen que no necessiten cap home, però després sí que ho fan amb un dildo. Si es que de verdad no necesitas un tío, puedes montártelo sin un pene, ¿no? I és estrany que jo pense les coses que estic pensant mentre Tu dius les coses que dius... Pensar, un altre exemple, que Tu i Ella compartiu un espai concret que és el que hi ha darrere —més enllà— dels espills. Eso no es así: el dildo tiene vida propia, et dic només per cridar la teua atenció. No tinc por: hi ha confiança. M'agrada que estigues per mi, que em parles, que constantment em faces cas... Em mires una altra volta amb eixa expressió i a mi em costa no mirar-te els llavis després dels ulls, i tornar als ulls. L'expressió que sempre acompanya les preguntes. Com si t'haguera dit, un exemple més, que envege els arbres. I és això exactament el que ha canviat: la mirada. Tu què ets, home o dona? La mirada àvida de Xilxes que intentava encabir-te —ja ho saps: Tu i Sirenalada, la mateixa cosa— dins d'un espillet roig. Tu vols parella o una aventura? Yo no tengo nada contra los moros, pero he vivido en Lavapiés y sé de lo que hablo. La mirada que evita les finestres de l'autobús perquè és de nit i allà estàs Tu també, darrere —més enllà— del cristall, dins de la nit i fora d'ella, jo què sé a on. I tu què vols? Què collons he de voler, jo? I jo què sé que vull? Himmler sí que sabía hacer bien las cosas. No és la mateixa cosa mirar a u als ulls que mirar el reflex d'aquestos ulls. Què ets, cos o persona? Evitar els teus, verds i com dibuixats amb un llapis molt fi, i dur. Quan u mira un reflex, el mira des de l'ànima, i quan mira als ulls, ho fa des de la màscara. Les pigues que tens en tota la cara, el teu monyo roig i rull. Des de dins o des de fora. La boqueta que tens, fill de puta, la bona oloreta que fas sempre. Quan parles de la força del Wagner... Entre enveja i desig boig. Les representacions ens arriben al cor, les coses presents es queden a la pell. Y los etarras, todos muertos. Per això no et mire quan ocupes l'espai de darrere —més enllà— de la finestra. Aquell reflex s'adonaria del meu desig... i si no puc parlar-te dels arbres, què en farem d'aquest desig? Que m'obliga a estendre el braç una altra volta, una nit com aquesta, provant d’encabir-te dins d'un espillet roig. Què necessitat tenia jo de tot açò... açò... d'aquest mal? Sirenalada (Tu) saludava els veïns i de vegades deien el seu nom, i jo no sabia si era el seu o no, perquè jo ja en tenia u per a Tu (Sirenalada). D'aquest mal. Un de ben cursi. No podia saber-ho. I Sirenalada (Tu) passant pel corredor, com totes les nits, per anar a casa dels veïns, a xarrar, a jugar a cartes, al Monopoli, al parxís... Què necessitat tenia jo d'açò... aquesta nit! L'espillet de ma mare, l'espillet roig amb el que em veia els pelets que em llevava amb una pinça de metall perquè em deia la mare que ja en tindràs temps d'afaitar-te, ja, que quan sigues gran i comences a fer-ho, ja no s'acaba mai. Què en farem d'açò... açò... en una nit com aquesta? Fes-me cas, que encara es prompte, tots els dies t'hauràs d'afaitar com comences... Amb la finestra oberta, al xalet de Xilxes, amb el braç entre les reixes, volia que la teua cara caiguera dins l'espillet, perquè no podia suportar les nits d'agost amb tanta sang calenta fent força en l'entrecuixa, tants versos per només un quadern descolorit... un dibuix de Tu (Sirenalada) volant cap al cel... volia poder posar-li uns ulls a les meues fantasies, una cara a eixe cul que passava totes les nits pel carreró. Yo me bajo aquí, en Diego de León. Sí, ja sé on vius... no he de saber-ho? Però mai vaig vore eixa cara. A ver si nos vemos por la facultad la semana que viene, ¿no? Caigué l'espill —tanta avidesa—. A ver si es verdad... La mà. No vaig poder trobar una explicació raonable. No et mire quan baixes de l'autobús. Ja t'he dit que la mirada no és la mateixa. Ma mare no va poder entendre mai perquè el seu espillet roig va trencar-se contra el terra del carreró a les dotze de la nit, quan tots estàvem dormint... o bé, ho intentàvem, perquè els cabrons dels veïns no paraven de fer soroll i xarrar i riure i vinga a xarrar! Una parada més tard, em baixe. Avenida de América. El desig sí que és el mateix. La senyora Natàlia ho haguera dit d'una altra manera. No estic gens bé, la veritat. La diferència, haguera dit la senyora Natàlia, entre les persones i els arbres és que les primeres han de moure's i els segons només créixer. Els arbres són els mateixos, i la llum d'una farola entre el ramatge. Les persones busquen el seu aliment a l'exterior i els arbres el reben. I les façanes d’Avenida de América. Les persones es busquen per perpetuar-se, els arbres s'obrin al vent i als insectes. Em fa mal el cor. És una necessitat diferent. Eres tan fotudament guapo que em venen com unes ganetes de plorar… La urgència del desig no és la mateixa. S'ha girat una miqueta de vent ara, i les fulles fan sorollet... i que no puga ser sorollet de fulles jo...

(Lectura de La plaça del Diamant de Mercè Rodoreda)


domingo, 9 de mayo de 2010

La muerte de Amalia, el símbolo de Emilio y la lógica de Elena: tres vías de escape para el amor no correspondido

Llamaban a la puerta en el peor momento. Emilio Brentani había retomado esa misma tarde la novela que dejó incompleta mucho tiempo atrás. Precisamente en el párrafo en que Angiolina —la antigua amante y el personaje, claro está, respondían al mismo nombre— se inclinaba para darle al protagonista leves besos que no querían ser percibidos, en los ojos o en la frente… De mala gana abandonó la tarea para abrir la puerta. Tras ella apareció la señora Elena, la vecina. No encontró ninguna excusa para no dejarla pasar. Hoy se cumplía el décimo aniversario de la tragedia. ¿Cómo negarse a ser amable? Después de todo aquellos días fue ella quien se llevó la peor parte…
La invitó a tomar algo y se sentaron juntos en la mesa del salón. Justo donde el doctor les dijo aquella noche que todo estaba perdido. Con una cerilla él se encendió un cigarrillo y, mientras la señora Elena le hablaba, perdió algunos momentos para mirarse con disimulo en el cristal del armario del comedor. Quería ver qué era lo que quedaba a la vista de aquel hombre que no tuvo el valor de enfrentarse a Angiolina de nuevo para acabar aquella novela.
—Todavía tengo muy presente a la pobre Amalia —decía la vecina—. No hay día que no rece por su hermana, ¿sabe?
El rostro complacido de Emilio apareció distinto en aquel cristal. De alguna manera los restos de la cerilla habían llegado a tiznar su nariz.
—Sus últimas palabras —continuaba la señora Elena—, en su delirio, ¿a quién se dirigían?, ¿qué quiso decir con ellas?
Con la yema del dedo índice Emilio se limpió la piel de la nariz y al devolverse a sí mismo su propio rostro recordó que una vez deseó vivir la novela que nunca había logrado escribir. No pudo, no obstante, acordarse de la razón por la que había dejado de hacerlo.
—Las tengo grabadas en la memoria… Su hermana dijo exactamente —y aquí la señora Elena abrió mucho los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, de tal manera que, quizá sin tener plena consciencia de ello, parecía una loca moribunda—: «Podría haber sido como una vagina, como una boca por dentro. ¿Qué puedo decir? Podría haber sido un animalejo peludo y suave que resopla echando la siesta. ¿Qué es lo que se puede hacer con esto? No hubiera sido extraño que no fuera nada más. No me extrañaría que hubieses descubierto que un eco más intenso que las palabras sólo puede proceder de unas ganas de sentir que no vienen al caso. No me extrañaría que después de meter tu dedo en mi nariz te doliese que me sangrara. ¿Qué necesidad tenía yo de algo así? Podría haber sido un ruido de fondo que se olvida, que no merece la pena recordar. ¿Qué se supone que se hace con esto? No fue así. ¿Lo sabes tú?». Todavía hoy me estremezco al repetirlo —dijo con lágrimas en los ojos y visiblemente alterada.
Al otro lado de la mesa, Emilio estaba absorto en la contemplación de su propio rostro otra vez limpio, renovado, pleno. Hacía mucho que había olvidado que los bellos ojos de su amor no correspondido y la suplicante mirada de su hermana abandonada estuvieron separados en otro tiempo, cuando ninguna de las dos había desaparecido del todo. Como si una mitad de la humanidad existiese para vivir y la otra para ser vivida.
—Pero si algo he aprendido en todos estos años, señor Brentani —concluyó la vecina, recomponiéndose—. Es que quien está muerto está muerto, y el consuelo sólo puede venir de los vivos. Por desgracia, así es. No siga lamentándose. Son los vivos los que nos necesitan.
Emilio volvió los ojos hacia la señora Elena. Había oído esa última frase. «Hoy no estoy para axiomas morales, pensó, ¡tengo que acabar una novela!».

(Lectura de Senilità, de Italo Svevo)

domingo, 25 de abril de 2010

Algunas frases de Virginia Woolf

La duquesa rompió al sentarse igual que rompe una ola, avanzando y salpicando, derramándose sobre Oliver Bacon, quien nunca llegó a comprender —a él, el joyero más famoso de Bond Street, ¿cómo podía preocuparle eso?— que el misterio no era en realidad bajar al fondo del mar para encontrar algo que se ha perdido. Lo que verdaderamente importaba a Oliver Bacon era ganar un fin de semana con la hija de la duquesa —¡cabalgando a solas por el bosque con Diana!—, adivinar el modo en que mueven sus alas los que vuelan, transportar mercancías a todos los puertos, alcanzar la inviolable cima de la montaña… No era de extrañar, porque después de todo el viejo Oliver tenía la misma apariencia de molusco que el resto de habituales del balneario, como si alguien les hubiera sacado el animal con la punta de un alfiler y sólo quedaran los caparazones. Nadie en toda su larga vida le pidió que actuase de otro modo. Ninguna necesidad tenía él de intuir que Diana andaba buscando cierta cosa y que ella misma, desde el centro de las entretelas de su corazón, sabía que esa cosa estaba justo en un lugar en el que nunca había estado —físicamente, se entiende—. En este caso el misterio era la consciencia de que se ha perdido algo, y de que ese algo se halla precisamente en el fondo del mar, pues la marea parece subir y bajar eternamente en el balneario.

(Lectura de The Duchess and the Jeweller y The Watering Place)

domingo, 18 de abril de 2010

Un ratito antes de quedarme dormido

Llevaré a cabo, pues, el mayor ejercicio de imaginación. Digamos que no estoy a punto de morir. Digamos que no moriré, pongamos por caso, hasta el año que viene, y que lo que veo y lo que oigo por ahora no se grabará en mí como si mi carne fuese la del aguacate. ¿Si cocinase en casa, si estuviese quitando la roña del teclado del ordenador, no creería también olerte a ti sin venir a cuento? Estoy convencido de que tu habitación seguiría entre mi mente y el mundo del mismo modo. ¿Así podría acaso elegir lo que olvido? Además, no cabe duda de que, si mi vida no hubiese llegado ya a su final, también estaría ahora preguntándome por todo aquello que es mejor que tú. Estaría escribiendo esto.

domingo, 11 de abril de 2010

Los crímenes de la calle de la cabeza

Algunas mañanas, si dejas de respirar por un momento y te llevas una mano al pecho, puedes oír por la radio la historia de la calle de la cabeza. Precisamente esa calle. Y garrapateas en un papel mientras alguien fuera fuma un cigarrillo que érase una vez un cura envidiado por su criado. Para luego, en algún borroso momento de la noche de ese mismo día, tener una polución otra vez. Digo borroso porque todo se me hace difuso y se esfuminan los márgenes desde el momento en que apagué la luz, cerré los ojos y descubrí así que había estado llorando, que no me encontraba bien y que la fiebre y que las pastillas. Por eso lo del criado que corta con un hacha la cabeza del cura. Y un busto de piedra que los vecinos hacen retirar pese a Felipe III y el papel garrapateado en el purgatorio en lugar de en la basura. Después el sueño en que me trasplantaban el tronco y las extremidades.

—Pero —dije desesperado—, ¿qué hemos solucionado entonces? ¿Qué es lo que se supone que voy a hacer si me habéis dejado la misma cabeza?

Años más tarde, en el Rastro, un alguacil que sospecha. Chorretones de sangre. Un milagro y una ejecución inminentes. En ese momento apago la cuarta alarma del día siguiente, pienso que la justicia poética es un premio de consolación y que tendré que cambiarme para ir al trabajo porque es tarde y no me da tiempo a ducharme y recuerdo vagamente —difusamente— haber tenido otra vez una polución nocturna.

domingo, 4 de abril de 2010

Como un bote no amarrado

La más de las absolutas veces que hoy no vienen. Los rincones que hay en el trance. Las incondicionales motas, la ocasión, donde está la muerte concreta. Los abuelos muriendo. Que estar allí y aquí sea lo mismo. Son dos formas de hacer lo mismo. Estar y llegar. Y que haberlo conseguido no signifique nada. Los ángeles de la guarda. Las descripciones de islas y marineros. Las letras de Los Piratas apareciendo semiocultas en un libro. Que ella se enojara por el simple hecho de que yo leyera ese libro, que yo entendiera que había versos coincidentes con las letras de Los Piratas, de discos distintos, además. Verano muerto, como lágrimas en la lluvia. Que me pareciese bien y curioso. Que ella se enojara pese a todo. Los enfados estúpidos. Ser la única chica del barrio con la que durmió, porque sólo dormimos. ¿En qué me hace eso distinta? ¿En qué te diferencia a ti de los demás? ¿Qué importa si merecer no tiene sentido para mí? Te quiero pedir disculpas, aunque en tu opinión mis preocupaciones son siempre insignificantes. No lo hago por ti, claro, no lo hago porque lo merezcas. No importa. Es por mí, siempre es por mí. Porque soy capaz de ver musarañas, porque a nadie importa eso. Porque no hay lugar exacto. Si ya estoy muerto y sobra el tiempo. Porque tú sabes que perseguí a mujeres en la calle. Quieres que me entregue a ti mejor. Yo he encontrado algo, después de todo. Pero yo he encontrado algo. Y es esto.

domingo, 28 de marzo de 2010

Ama sólo a los vivos

Ser hermoso es sencillo. Simplemente deja que tiemblen tus rodillas. Que tu piel sea fina. Que no decidas. No asegures. Duda.
La belleza no puede tener un solo sentido, por eso nunca es evidente. Si pueden hacerte daño, todo anda bien. Sólo los vivos necesitamos.

domingo, 21 de marzo de 2010

La fin absolue du monde

Como si de leer en otro idioma se tratase, las lavadoras necesitan su tiempo exacto para escupir correctamente la ropa. Pese a ello, por las noches disfruto dentro de ese sueño en el que, simplemente, estoy en la calle. Como intuir que la última fresa del cajón ya está podrida, o calcular a ojo la inmediata fecha de caducidad del post-it que apareció pegado a tu brazo justo en el momento en que habías perdido la conciencia.
¿Qué hacer cuando estamos atados a nuestros electrodomésticos con estas cuerdas de alto voltaje? La sensación de que no estoy viviendo, sino viajando. ¿Qué hacer si prefiero agotarme a acabar, si me arden las mejillas cuando dentro de la oficina pienso en lo que hay fuera? Parece que esta brisa donde nunca la hubo anuncia el fin del mundo todas las noches. Por eso dos veces vacilo: hacia lo que soy y hacia lo que puedo ser.

domingo, 14 de marzo de 2010

En marcha

IDA

Ando pegado para que me rocen, miro a la cara para que me golpeen. Doy los pasos contra el hielo y son patadas. No vine del doble rasero de los monederos de abuela. Porque es así, porque quiero y punto. Vengo ni de lo que sí ni de lo que seguro. Porque me redá la gana, voy. Desde lo que hay no detrás, sino más allá de las fachadas de avenida de América. Porque ya lo llevo bien dos veces y el triple de me tenéis harto.

VUELTA

El sol está allí arriba todavía y descubro complacido que cada cosa mide en realidad dos centímetros más de lo que creía. ¿Por qué, entonces, no va a haber alguien que esté subiendo a los toboganes por donde se baja de ellos, alguien que no pueda evitar ser conmovido por el olor que sujetan los libros? Entrecierro los ojos para que todo este cielo entre en ellos despacito, porque el placer nos pilla por sorpresa y hace lentos los pasos, como cualquier chica guapa.

domingo, 7 de marzo de 2010

Primer paso: la casa de mis padres

Algunas veces sueño con móviles a los que nunca se les acaba la batería. Mundos en los que los cables no existen y a nadie les han hecho falta jamás. Estos sueños vienen normalmente precedidos por pesadillas en las que sólo ocurre que las orejas de mi padre -a veces no es más que una- se me aparecen cerca de los ojos y yo les veo los pelos y se los arranco uno a uno con unas pinzas de metal. Algunos son blancos y otros están hechos de luz, o son gusanos muy muy finos que se retuercen al ser arrancados. Pero pase lo que pase la pregunta es siempre la misma: ¿de dónde viene la presión? Tengo tiempo de formularla, pero apenas de pensar en ello. A veces confundo esto con el hecho de que la muerte -que no se cansa de estar siempre ocurriendo- me reste razones para ser amable con la gente que duerme abrazada a los radiadores -cosa nada extraña si se vive en esta puta casa-. Pero después poco importa la presión que soñé. Una inercia en la cabeza que no es dolor. Quiere desplazar algo. Escribir es una forma de canalizar esta presión que no sé de dónde viene. Las necesidades me cabrean. Tengo también pesadillas con los enchufes eléctricos. No puedo alejarme mucho de ellos, como si la cabeza me fuera a explotar si me separo más de diez pasos de alguno. Y debo hacer mil cosas, pero no puedo. Mi espacio es tan reducido que mis amigas no me pueden llamar al móvil aunque sean las diez de la noche y estén borrachas y hayan pensado en mí. Que vaya a Palma con un armario, me dicen. Yo soy hija única y no sabes lo que significa para mí compartir un armario. Es súper importante. Pero al fin y al cabo todo esto no es tan grave. Puedo soñar también que habito un mundo en el que a los móviles nunca se les acaba la batería. Y eso está bien y me hace olvidar la pregunta sólo porque la presión desaparece y, después de todo, ¿puede haber preguntas si no hay presión?